El conjunto de poemas que José Alejandro Peña nos presenta en su libro Suicidio en el país de las magnolias es una continuación en el tiempo de un oficio que desde el primer momento se reveló intransigente. Así, como se escucha. Oficio intransigente de un poeta… consecuente con la depuración, la limpidez, el contraste, la imaginación creadora, la profundidad incisiva y la belleza dotada de magnificencia humana.
Artista disidente del facilismo creativo, la expresión amanerada y la utilitaria primacía del significado.
Desde sus primeras notas, que denominara “Iniciación final”, el lírico deja saber que ha comenzado su arte en nivel terminante de maestría técnica, es decir, con capacidad de orquestar objetos duraderos.
No necesitó agotar etapa alguna de aprendizaje, nunca ha sido aprendiz. Fue así el lanzamiento de un escritor prolífico que constituye hoy uno de los asientos en que descansa la gran poesía dominicana escrita en la segunda mitad del siglo veinte (y que se ha pasado al veintiuno).
José Alejandro Peña destaca por la pureza y el acabado de sus composiciones, la densidad e intensidad de sus expresiones metafóricas, la presencia en sus versos de una sabiduría que salta simultáneamente desde los resortes de la mera intuición y del profundo conocimiento de las categorías abstractas, de las cosas y del hombre mismo.
Por pureza y acabado entendemos, en única instancia, la invención de una Palabra esencial que consigue expresarse totalmente por sí misma, y la colocación de ese creado fenómeno en las fronteras del Absoluto, ajeno a las circunstancias y eventualidades de las tres magnitudes fundamentales en que el hombre —¿para su bien? ¿para su mal? — se enreda o se desenreda.
En José Alejandro Peña resuenan los ecos atávicos de la substanciación humana y el temblor insondable del sinuoso devenir que, con su imposible llegada, desespera: devenir que es un ayer, ayer que es un presente, presente que convulsiona: convulsión de los tiempos resumida en el (mismo) doble acto del sentir y el pensar, como si igual hablásemos de la inhalación y el soplo, del nacimiento y la muerte.
Vano resulte, tal vez, el intento de explicar esta poesía del país de las magnolias. Ella se expresa en sí suficientemente, inexplicándose. Los contrastes, las relaciones entre lo sublime y lo grotesco, lo descabellado y lo humano, lo sensitivo y lo explosivo, lo mordaz y lo delicado, dan a la obra un cariz original donde el absurdo constituye la «otra» realidad.
José Alejandro es el poeta de las asociaciones inimaginables, sorprende siempre al lector al doblar de la línea. Con él no está nunca uno seguro de adónde irá a desembocar el nacimiento de una idea o el discurrir de una proposición, en su incansable búsqueda de la emoción trascendente. Veamos:
«Un pájaro metido en una botella la botella en un grano de arena la arena cantando mi canción siniestra en la más alta prestidigitación del azar».
Valga, no obstante, el deseo de señalar alguna de sus cualidades, como tributo de sincera admiración… porque nada diferente podría producir en nosotros la naturalidad con que nuestro poeta produce unas enrevesadas asociaciones en que objetos y valoraciones concretos e inconcretos de índole distinta se ensamblan y asocian para producir expresiones y frases que de inmediato nos parecen inescuchadas; que, según se juzga, no se habían dicho antes sobre la faz del universo; mezcolanzas excéntricas y anarquizantes que magullan y conmocionan los repliegues de cualquier entendimiento racional que apareciese, subyugados la lógica y el naturalismo mecanicista.
Probablemente en Whitman, maestro indiscutido de las cláusulas inacabables, habíamos escuchado tal explosión y derroche de belleza desbordante, tintineante y desencadenada como en algunos pasajes de este autor:
«Nuestros corazones como si hubiesen sido reventados por dos manos robustas ya no sienten pesar ni sienten una masa de aire apretando sus cuerdas contra un viejo aparato olvidado en la cocina del ilustre vendedor de cebollas cuyo nombre lo guarda una piedra a la orilla del lago donde los grillos las culebras y los cocodrilos tiñen la bahía de un encanto supremo».
La longitud de la hermosa locución bien nos podría devolver, como salto de rebote, desde Whitman al legendario Homero (que es un origen); pero la inusitada aleación de los recursos y las conmociones que se desatan son muy exclusivas del poeta que ahora nos ocupa.
Por regla general, la poesía es —y debe ser— extracto, condensación, compresiva unión de concepto y forma que apunte al destello puro (tal vez por eso recomienden la retórica y lo que podría llamarse nueva preceptiva el criterio de la economía de palabras); sin embargo, para un poeta de excepción, esto es solo poste referencial.
Obsérvese con qué destreza y grandiosidad maneja José Alejandro Peña la locución extensa: como si la palabra fuese un demonio que se desencadena, el brío de un caballo desbocado, o el disparo que avanzara incesante hacia un inalcanzable objetivo que progresivamente —y por magia— se alejara.
Alejandro saca provecho, para para anudar esencia y ritmo, de la asociación de técnicas tan diversas como el tono sentencioso, la incisión paradojal, la postura existencial, el hipérbaton, el mutismo y la aliteración… Esta última es columna fundamental de su estructura.
A mi entender, la aliteración, igual que la rima sabiamente empleada, dota la expresión de una verdad ultra-sensorial que resbala sabiamente por los resquicios de interconexión entre «logos» y «pathos»; la aliteración, como la puntualizada rima, es una coordinación arbitrariamente intencional del lenguaje que resulta verdadera como consecuencia del hacer y del actuar de una inteligencia impersonal y subrepticia presente en la operación comunicante, inteligencia decididamente indispensable en la materialización del discurso poético.
Tal vez la aliteración no sea sino una especie de rima interna. Advirtamos: «El oro y solo el oro es puro para el hombre». «Y yo urda el zurdo azar y arda». «Uña huraña que baña los relojes de fiebre y Palimpsesto».«Esa alegría dura lo que dura el durazno».
En cuanto a la versificación strictu sensu, se exhibe una intencional distribución anárquica en los versos, con ánimo de destrozar la tradicional distribución de la línea poética en el marco de la página.
A veces pasa medalaganariamente del verso a la prosa poética en un mismo poema. Sin embargo, como ocurre en otros brillantes poetas de su generación ochentista en República Dominicana, el ritmo clásico está latente, marcando el aire y los compases en extensión supernumeraria o reductiva.
Si abunda el verso abiertamente alejandrino («O la viudez de tanta / alevosía indócil». «Todas las mariposas / se suicidan volando». «En su diafanidad / la noche es casi el día») … abunda también su presentación disimulada o desvirtuada adrede: [«El oro y solo el oro / es puro para el hombre] que…»; etc. Hay endecasílabos, en profusión: «Sin vendajes ni duelo ni corona».
«Yo arrojo al viento pétalos maduros». «Todo lo que digo termina en equis». Utiliza también el pie cuantitativo, intencionalmente o por intuición asimilativa:«Yo los mí / ro llegár / con la piér / na cubiér / ta de…». Y también: «Por el lúpu / lo y el ópa / lo del lóbu / lo maríno».
Estas resonancias del verso tradicional no restan originalidad a la escritura alejandrina (es decir, en este caso, de José Alejandro), sino la enriquecen. Su originalidad personal reside en el pulso de la emoción generada por la imagen virginal, y tal imagen se genera por el conjuro de la no desnuda… sino desnudada Palabra.
Se me ocurre que quien ha dicho «No hay nada nuevo bajo el sol», posiblemente no haya topado con la escritura de José Alejandro, ya por trampa indecible del destino o por la conjugación caprichosa de las manijas del azar.