Tal vez no haya cosa que califique más que certeramente a un pueblo y a cada época de su historia como el estado de las relaciones entre la masa y la minoría directora. La acción -política, intelectual y educativa- es, según su nombre indica, de tal carácter que el individuo por sí solo, cualquiera que sea el grado de su genialidad, no puede ejercerla eficazmente. La influencia pública o, si se prefiere llamarla así, la influencia social, emana de energías muy diferentes de las que actúan en la influencia privada que cada persona puede ejercer sobre la vecina. Un hombre no es nunca eficaz por sus cualidades individuales, sino por la energía social que la masa ha depositado en él…
Así, un político irradiará tanto de influjo público cuanto sea el entusiasmo y confianza que su partido haya concentrado en él. Un escritor logrará saturar la conciencia colectiva en la medida que el pueblo sienta hacia él devoción…. La razón es clara: cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público[1]
Con esta entrega pasamos a la segunda parte del polémico y emblemático libro del gran Ortega y Gasset: La España invertebrada”. Inicia con una interesantísima reflexión sobre el papel de los intelectuales en la sociedad y la diferencia con los dirigentes políticos. Mientras el político trabaja para adecuar su discurso al pueblo, el intelectual piensa, reflexiona y expone sus ideas sin importarle que podría quedarse solo.
Señala, para referirse a los políticos, que el entusiasmo de las masas no depende del valor de los dirigentes. Es, asegura, todo lo contrario. Para Ortega el valor social de los hombres directores, como denomina a los políticos, depende sobre todo de la capacidad de entusiasmo que tenga el pueblo llano. Coincido con este pensamiento del filósofo, pues los pueblos son los únicos verdaderamente capaces de mover gobierno y destruir símbolos únicos.
Esto así, porque como dice Ortega en el apartado “Imperio de las Masas”, una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de personas selectas. A pesar de que la dirección esté en manos de unos pocos, son las masas las que imponen, mueven o apoyan a aquellos que ellos quieren que los dirijan, pero muchos analistas y dirigentes padecen de una terrible miopía política:
Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas… Y hay en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social… Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social regulará a sí mismo un día u otro. [2]
Lamentablemente, dice Ortega, en España la situación era inversa. El daño, dice, no radica en la política, sino en la misma sociedad, en el corazón de todos y cada uno de los españoles. Esta conclusión tan terrible fue escrita, como ya hemos dicho, en el año 1922; quizás al día de hoy haya cambiado, la democracia se ha afianzado, aunque la monarquía, el modelo obsoleto que atacaba Ortega, se ha afianzado, a pesar de sus crisis.
Guardando las distancias, pero a veces tengo la tentación de pensar como Ortega y concluir que en nuestro país, el pueblo padece de una aguda enfermedad: la del oportunismo individualista que es agudizada con las medicinas adormecedoras de los detentores de los poderes públicos. A pesar de la corrupción vigente, del irrespeto a la ley, del caos cotidiano, el pueblo sigue tranquilo, sin señales de buscar una solución colectiva a sus males.
Volvamos a Ortega. El peor error, dice, es que la miopía le hace creer a los españoles que los fenómenos sociales, históricos son políticos. Lo político, afirma, es lo superficial de lo social. Asegura que cuando lo que está mal en un país es lo político, no pasa nada, es una enfermedad temporal. No ocurre así si el problema estuviera en la sociedad el daño es muy severo. Y era lo que para la época sucedía en España, según el intelectual.
Combate la posición de los intelectuales que afirman que la situación de España es resultado del fenómeno histórico propio: la inexistencia de un feudalismo como el que se desarrolló en el resto del centro europeo. Ortega combate la posición diciendo que esa afirmación es incorrecta. Tres elementos sostienen su posición. Afirma que España tiene elementos comunes al desarrollo histórico de Italia, Inglaterra y Francia: el sedimento civilizatoria romano idéntico, la raza relativamente autóctona y la inmigración germánica. Reconoce, sin embargo, una diferencia: en Francia la influencia de los galos tuvo una impronta diferente a los ibéricos en España. A pesar de esta realidad, afirma que las naciones europeas tienen una anatomía y una fisiología diferente a la de los pueblos orientales.
El tema no es el cargar una cadena histórica pesada, sino la incapacidad que ha tenido España de resucitar de su inercia, porque le ha faltado voluntad libre y soberana para terminar sus males. Aboga por cambios. Cree que las nuevas generaciones tienen una gran responsabilidad de transformar su herencia. La única forma, dice, de que España se recupere es trabajando arduamente por recuperar el verdadero sentido del alma española:
Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de la selección. Porque no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnicos que ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como un cincel, hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español.[3]
[1] José Ortega y Gasset, España invertebrada, hermanotemblon.com/…/Ortega%20y%20Gasset,%20Jose/Ortega%20y%20Gasset,%2, p.54
[2]Ibidem, p. 56
[3]Ibidem, p. 85.