Por la naturaleza misma del tiempo que vivimos, la confusión, en muchas áreas, se hace presente.
Es así como podemos llegar a negociar, imperceptiblemente, lo innegociable.
Cada nación tiene una identidad, que ha sido forjada por difíciles acontecimientos históricos y por dolorosos sucesos, enfrentados por hombres valientes y guerreros.
Profundas raíces sostienen nuestra independencia y afirman las características implantadas de generación, en generación, por las que somos capaces de enarbolar nuestra bandera, que grita, a todas las naciones de la tierra, que República Dominicana siempre ha sido sostenida por su Creador y por la orden dada por El, de hacerla una patria libre, estableciendo en ella un Estado soberano.
Es imposible que un extranjero, con leyes y costumbres diferentes, nazca en nuestro territorio, y, de pleno derecho, se constituya en ciudadano dominicano.
¿Dónde estaría su arraigo? ¿Cómo llegaría a valorar las lágrimas derramadas en el proceso transcurrido, para que de ellos surja el patriotismo que necesitamos, para defender nuestro pueblo, de los ataques internos y externos?
Amamos y amparamos los extranjeros pero, no ignoramos que hay una identidad que, como nación, nos ha sido dada. Incluirlos como nacionales dominicanos, por el derecho a suelo, nos coloca en el gran peligro de asumir culturas y religiones que provocan ruina y esterilidad. Sería borrar nuestro ADN y deshonrar la memoria de quienes dieron sus vidas, para que hoy podamos declarar, a todo pulmón: ¡Somos dominicanos!
Que la sabiduría del Eterno Dios colme a quienes legislan y establecen justicia. “Quisqueya la indómita y brava, siempre altiva la frente alzará; que si fuere mil veces esclava, otras tantas ser libre sabrá”.