Estos agitados tiempos de procesos penales contra exfuncionarios del pasado Gobierno obligan a revisar la magnífica y todavía rompedora obra Justicia política: empleo del procedimiento legal para fines políticos, de la autoría de Otto Kirchheimer. Sigue siendo actual el pensamiento de ese jurista y politólogo alemán, con una sólida base de sociología política y una manifiesta y fina sensibilidad ante los vericuetos de las ciencias jurídicas, no siempre presente en las novísimas teorías del denominado “lawfare”.
Para Kircheimer “un juicio criminal puede ser útil en los conflictos políticos. Frecuentemente, la oportunidad de hacer capital político puede presentarse, en […] casos -por ejemplo, en aquellos que implican cargos de corrupción- [cuando] el proceso puede surgir por los esmerados esfuerzos de grupos políticos rivales, el amarillismo de un periódico en búsqueda de mayor circulación, o la tenaz persecución de un individuo con un rencor personal”.
Con una previa “campaña sistemática de difamación”, para “una nueva élite, llegada al poder gracias a los ataques virulentos contra la integridad de sus predecesores, podría resultar provechoso investigar los archivos de los vencidos y desenterrar suficiente suciedad para arrastrar a los hombres del régimen depuesto a la sala del tribunal”.
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En el caso dominicano, los precedentes y actuales procesos son motorizados por un Ministerio Público que se proclama y que el Gobierno anuncia como “independiente”, aunque para muchos mal pensados el “timing” de los procesos y la selectividad de la persecución descartan esta pretendida independencia.
Se ha alegado la violación del debido proceso (filtración de investigaciones; delaciones premiadas de dudosa constitucionalidad, prisión preventiva como regla y no como excepción, sin haber peligro de fuga ni para la prueba; jueza que se autoasigna ilegalmente los casos de medidas de coerción y que juzga su propia recusación, etc.), en la continuación de una tradición -la persecución política disfrazada de persecución judicial- inaugurada por Balaguer con su persecución de Jorge Blanco, en medio de ese derroche de locura, “borrachera de moralidad” (Rafael Herrera) que tiene antecedentes ilustres en el “terror preventivo” desatado por el infame Pedro Santana en sus procesos contra Antonio Duvergé y en los del tirano Trujillo contra sus enemigos políticos.
Muchos -incluyendo algunos empresarios que ignoran que la “igualdad ante el atropello”, que no ante la ley, ya terminó por alcanzarlos, sin contar que la crispación generada amenaza una estabilidad política basada en partidos fuertes, que ha sido clave para el excepcional éxito político y macroeconómico del país- critican el sabio pragmatismo de Hipólito Mejía de que a los “ex presidentes no se le toca”. Jorge Blanco, al inaugurar su mandato presidencial, dijo lo mismo, aunque en términos jurídico-constitucionales, cuando abogó por el fuero de ex presidentes como senadores vitalicios.
Muchos queremos lucha contra la corrupción con respeto del debido proceso. Sin embargo, los partidarios del “modelo Bukele” -el fin justifica los medios- aconsejan procesar a todo el liderazgo de la oposición. A los aconsejados habría que decirle, como le dijo Raúl Roa a Juan Bosch, cuando este le comunicó que escribía un libro sobre Judas Iscariote, que no se lleven de esos -nada bien intencionados- consejos, pues solo “la familia de Judas se lo va a agradecer mucho”. Pero si apreciamos a los aconsejados, el más prudente consejo sería decirle, como el esclavo al emperador romano, “memento mori”.