Por Orlando Inoa
A pesar de que los dos amigos eran devotos duartianos, desde muy temprano ambos habían planteado su admiración por Pedro Santana. Para el caso de Emilio esto se hizo muy notable desde el principio de la década de 1950. Cuando el 10 de septiembre de 1955 se inauguró la Academia Aviación Militar Dominicana no se produjo un acto oficial de apertura. La razón se debió a que Ramfis quería nombrarla Pedro Santana, designación que contaba con el entusiasta apoyo de Emilio Rodríguez Demorizi, recién designado, el 24 de junio de 1955, presidente de la Academia Dominicana de la Historia, y quien solía decir que “Santana era la espada sin la cual el sueño de Duarte no se hubiera cumplido”. Pero además, Emilio había planteado cuatro años antes, en el 1951, en un artículo de una revista de la universidad oficial, la proclamación del binomio Duarte-Santana como padres de la Patria. Esta temeraria idea la volvió a repetir en la prensa en el 1957. A pesar de la sugerencia de Ramfis, que era apoyada por Emilio, Trujillo no aceptó ese nombre. Argumentaba que el momento político no era el adecuado para tal designación, sobre todo porque entendía que la figura de Santana no era cabalmente aceptada por la intelectualidad dominicana. Un año después Trujillo zanjó las diferencias con su hijo aceptando que el centro se llamara Academia Militar Batalla Las Carreras, nombre con el cual fue inaugurada el 14 de septiembre de 1956. Años después Emilio siguió insistiendo en sus ideas santanista. En el prefacio de la edición de 1982 de su libro El general Pedro Santana dijo que “Él [Pedro Santana] y Juan Pablo Duarte son las más conspicuas figuras de la era republicana”.
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El santanismo de Vetilio era de igual entusiasmo. Vetilio profesó su santanismo en el artículo del 1975 “Santana y el anexionismo en América”.
Algo que ambos amigos tenían a la par era la forma pormenorizada como leían los libros, particularmente los de historia dominicana. Emilio leía provisto de un lápiz, con punta muy fina, con el cual iba corrigiendo entuertos. Vamos a referirnos a sus notas al libro Historia de la Restauración, de Pedro M. Archambault, cuya copia anotada por Emilio poseo en mi biblioteca, en los que aclara que no fue la batalla del 19 de marzo por la que se le dio a Pedro Santana el título de Marqués de Las Carreras, sino por la propia batalla de Las Carreras (Pág. 84). Este error sobre Santana hay que sumárselo a otro que afirma que nació en El Seibo, cuando en realidad fue en Hincha (Pág. 197). En otra parte del libro se afirma que Manuel Rodríguez Objío nació en Venezuela, en lugar de Santo Domingo (Pág. 34). Aunque las fechas suelen ser confusas en muchos libros de historia, no se puede ignorar que Gregorio Luperón murió en el año 1897 y no en el 1896 como lo afirma Archambault (Pág. 317); que Francisco del Rosario Sánchez fue fusilado el 4 de Julio y no el 4 de junio (Pág. 17); y que el movimiento que derrocó a Jean-Pierre Boyer en Haití ocurrió a principios del año 1843 y no al final de ese año (Pág. 5). Otros errores no menos importantes que contiene esta obra, así como las reimpresiones facsimilares hechas por la Editora Taller y por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, es la afirmación de que el cura Gaspar Hernández es colombiano cuando en realidad es peruano (Pág. 5); y el pie de foto de Pedro Ignacio Espaillat en la página 41 que lo identifica como José Cabrera, error que se repite de manera inversa en la página 46 con la fotografía de José Cabrera. Por razones de tiempo, aquí no hago mención de los errores ortográficos, que son muchos.
Vetilio fue tan agudo como Emilio en la lectura. Un ejemplo sobresaliente fue lo que ocurrió con el folleto del profesor de la universidad de Harvard Samuel Waxman titulado A Bibliograpy of the Belles-Lettres of Santo Domingo, publicado por la editorial de esa universidad en el 1931, en el que se reúnen unos 600 títulos de libros y folletos escritos por dominicanos. Tres años después de esa publicación, Pedro Henríquez Ureña, en compañía de Gilberto Sánchez Lustrino, escribió un artículo en la Revista de Filología Española, de Madrid, donde rectifica muchos errores presentes en la obra del profesor Waxman. Pero resulta que Vetilio observó que estas rectificaciones están plagadas de erratas ya que “incurren en los mismos pecados que se le enrostraron al trabajo de Waxman”. Entonces Vetilio rectifica a los rectificadores, esto es a Pedro Henríquez Ureña y Gilberto Sánchez Lustrino, en un trabajo titulado “Minucias bibliográficas dominicanas” publicado en la revista Clío y que ese mismo año apareció como separata auspiciado por la Academia Dominicana de la Historia con el título de Apuntes de bibliografía dominicana. Leer este trabajo es un banquete para los amantes del conocimiento y una constatación del profundo saber que tenía Vetilio sobre la bibliografía dominicana. Es un despliegue de sabiduría ver a un erudito corrigiendo a otro erudito.
Si alguna diferencia existió entre Emilio y Vetilio fue en su carácter. El primero era hosco y el segundo amable. Personalmente lo palpé cuando iniciaba mis estudios universitarios en el 1975, hace de eso ya medio siglo. Vine a Santo Domingo desde San José de las Matas a estudiar en la universidad estatal y entre mi modesta alforja traje la asignación de conocer a estos dos pilares de la historiografía dominicana, a quienes conocía a través de la lectura. En el 1978 me comuniqué con ellos por teléfono y agendé sendas citas, para mí un acontecimiento de primer orden en mi vida. Ambos me recibieron en sus respectivas casas. Con Emilio la entrevista se dio teniendo de por medio la puerta principal de su residencia, cerrada, él en la parte interior y yo en la acera de la calle, con una diminuta ventana llamada ventanillo o trampilla, que como visor tenía la puerta en su parte superior, entreabierta, desde donde me habló, muy breve, y sin verme el rostro completo, pasándome un papel que contenía una lista de los libros que él había escrito y, mascullando, dijo: Léete esto. El encuentro no me fue muy provechoso, pues ya me había leído todos los libros que contenía la listas. La visita a Vetilio fue otra fragancia. Me recibió en piyama en la galería de su casa, enterándome después que era su estilo de recibir a las visitas. Habló conmigo extensamente y, a mi petición, me mostró su biblioteca, la que me impresionó. Tuve la suerte de que en medio de la conversación llegó a la casa, a consultarle, Juan Isidro Jimenes Grullón. Entendí que debía de irme, y me despedí. Gentilmente Vetilio me invitó a que me quedara y oyera lo que iban a conversar, pues de antemano sabía que era sobre los cortadores de madera en los campos de Higüey, un tema que en ese momento le interesa al visitante, imbuido en el afán de encontrar proletarios en cada rincón del país. Disfruté, como nunca antes lo había hecho en vida, de esta conversación entre esos dos titanes de la historiografía dominicana, que de forma mágica se desarrollaba ante mí.
Contrario a Emilio, que fue un gran publicista de sus escritos, Vetilio nunca se preocupó por publicar libros. Un día su amigo Julio Gautreaux le sugirió que compilara sus artículos históricos a lo que Vetilio respondió: “¡Ahora no, todavía estoy investigando!”
La muerte también unió a ambos amigos. Fue Vetilio quien escribió las notas necrológicas de Alonso Rodríguez Demorizi, hermano de Emilio (también historiador y hombre sin par en los anales dominicanos), y de Silveria Rodríguez, esposa de Emilio, acaecidas el 26 de marzo de 1976 y el 11 de enero de 1977, respectivamente, y que apareció en la revista Clío. También Vetilio fue quien escribió la necrológica de Cayetano Armando Rodríguez, suegro de Emilio, acaecida en el 1953. En el año 1984 Emilio, en su condición de presidente del Ayuntamiento, acompañó al síndico José Francisco Peña Gómez a un viaje a Perú. Antes de partir, a la vieja usanza, quiso hacer su testamento, el que firmó y legalizó para depositarlo en la mano de Vetilio. Celosamente guardado, fue este el documento legal que puso en claro la herencia material de Emilio.
Vetilio murió el 8 de marzo de 1985, Día Internacional de la Mujer, a cuya defensa dedicó más de un artículo y un libro insigne: “Mujeres de la independencia”. En el velatorio Emilio se acercó a la viuda y le dijo: “Yo no perdí un amigo, sino a un hermano”. Luego le agregó: “Ante cualquier desventura, le ruego que sea yo la primera persona a la que acuda”. Al otro día, Vetilio fue enterrado en el cementerio de la avenida Máximo Gómez. Allí se presentó Emilio, ataviado de blanco con corbata negra. Lucía taciturno, estupefacto, silente. Sabía que no iba a hablar, pues el panegírico que correspondía a la Academia Dominicana de la Historia se lo había encargado a Manuel de Jesús Goico Castro. Al término de la ceremonia mortuoria se le oyó comentar: “Puedo decir que ya asistí a mi entierro y contemplé a las personas que vendrán a despedirme”. Esa despedida no esperó mucho tiempo. El 26 de junio del siguiente año de 1986, Emilio partió a lo ignoto a reunirse con su amigo Vetilio y con sus finados seres queridos.
Hoy día la sociedad está en deuda de gratitud con esos dos colosos historiadores. Sugiero que se deben de recoger los artículos dispersos en periódicos tanto de Emilio como de Vetilio. Para el caso de Emilio existe una buena guía en un texto que sobre la bibliografía de Emilio escribió Orlando Inoa en el 2004. De Vetilio sería bueno que se recogieran sus trabajos en La Nación, La Opinión, El Caribe, Fides y otros periódicos de pueblos, especialmente los editados en La Vega, El Seibo, La Romana e Higüey, pendientes de recopilar, para continuar la labor ciclópea de recopilación de sus trabajos dispersos, que iniciaron, hace más de un cuarto de siglo, Arístides Incháustegui y Blanca Malagón.
Quiero terminar esta semblanza postrándome reverentemente ante las palabras de Vetilio cuando se refirió al papel del historiador en la sociedad, las que hago mías, ya que su mensaje forma parte de mi conducta como historiador: “Amo la verdad, la busco con empeño y donde la encuentro le tributo reverente culto. Así pienso y así obro para satisfacción de mi espíritu, para edificación de mi conciencia y para que Dios me bendiga”.