La aventura de vivir

La aventura de vivir

La Primavera besaba
La primavera besaba
suavemente la arboleda,
y el verde nuevo brotaba
como una verde humareda.

Las nubes iban pasando
sobre el campo juvenil…
Yo vi en las hojas temblando
las frescas lluvias de abril.

Bajo ese almendro florido,
todo cargado de flor—recordé—,
yo he maldecido
mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,
me he parado a meditar…
¡Juventud nunca vivida,
quién te volviera a soñar! Antonio Machado
Salía casi corriendo de la casa. Abordaba mi vehículo para cumplir con las múltiples tareas. Agobiada porque llegaría tarde a una reunión, y tenía que llegar antes a la lavandería, dejar dispuestas las instrucciones para el jardinero que se había retrasado. De repente, escucho el sonido ring del celular (¡cómo podíamos vivir sin ese pequeño aparato”). Era mi asistente personal, la señora, que me saca de apuros hogareños y es mi mano derecha e izquierda en las tareas de la casa. Pensaba que me había marchado. Al contestar el teléfono me dijo: “Se dañó la lavadora y hay mucha ropa que lavar”. Tuve que desmontarme, ver lo que pasaba. Detenerme para llamar al técnico. Lo localicé. Me dijo que vendría en una hora. Que dejara RD$3,000.00 para cualquier eventualidad. De repente hice conciencia: llegaría muy tarde a la reunión. Respiré profundo y llamé para avisar que comenzaran sin mí.
Mientras esperaba al técnico, me senté en los sillones de exteriores que tengo en el pequeño jardín. Preocupada porque no llegaría a tiempo y era una reunión importante. Otra llamada. Era de la Academia para hacerme unas consultas. Y mientras hablaba, me percaté que los dos árboles que sembramos hacía unos años estaban repletos de flores.
Y lo olvidé todo. Tomé mi celular y comencé a tomar fotos. ¡Estaban hermosas! El color mamey de sus pétalos se destacaba con los rayos del sol. El cielo de azul intenso servía de fondo. Sin proponérmelo disfrutaba de un maravilloso espectáculo gratuito que disminuía mi ansiedad, bajaba mis pulsaciones y me hizo olvidar los problemas cotidianos de la existencia. Tomé fotos a una sola flor, al conjunto de ellas, con el cielo de fondo, con la pared de la casa que le servía de improvisado marco. De inmediato coloqué las fotos en mi perfil de Instagram y Facebook. Anunciaba que había llegado la primavera a mi hogar. Y fui feliz. Y no me importó llegar tarde a la reunión, no ir a la lavandería, ni dejar instrucciones de nada ni a nadie.
Después de ese momento de ensueño improvisado, volví a la realidad. Esperé al técnico. Resolvió. Tomé mi vehículo para ir a mi reunión. Y en el camino me percaté que la ansiedad se había disipado. Que estaba tranquila. Cuando algún tapón me obligaba a detenerme, tomaba mi celular y volvía a disfrutar de mi particular primavera.
Y en el accidentado trayecto, caracterizado por los aglutinamientos caóticas de vehículos o porque algún AMET decidió dar paso en mi dirección contraria, aunque los semáforos funcionaban (¿para que sirven los AMET? ¿Para que tenemos semáforos?), llegué tranquila a mi objetivo laboral. En las paradas obligatorias buscaba a mi alrededor para ver si los árboles habían florecido.
Las prisas nos agobian y nos envuelven, impidiéndonos disfrutar de lo nimio. Llegamos a los lugares con pasos apresurados. Vivimos como autómatas, el reloj, las horas y los minutos se han convertido en nuestros amos. Ellos nos mandan, imponen su ritmo, oprimiéndonos el alma. Cumplimos un horario y no vivimos. A veces tenemos que realizar tareas que odiamos. Y, mientras escribía este Encuentro, recordé una vieja y hermosa canción popularizada por Julio Iglesias:
De tanto correr por la vida sin freno
Me olvidé que la vida se vive un momento
De tanto querer ser en todo el primero
Me olvidé de vivir los detalles pequeños.
Me olvidé de vivir
Me olvidé de vivir
Por querer correr por la vida, por querer llegar a la meta existencial con prisa, atropellamos a veces, nos atropellamos a nosotros mismos. Nos olvidamos de vivir, y peor aún, anulamos la conciencia solo por la satisfacción de llegar. Yo me pregunto ¿a dónde? Yo fui una de las que corrí hasta que mis fuerzas me traicionaron y desfallecí. Pertenecí a ese grupo de seres que trabajaba los siete días de la semana para escribir, estar al día en mil cosas, dar mis clases que tanto amaba y amo todavía, para dictar conferencias, hacer investigaciones. Todavía hago todo eso, pero sin la prisa. Después de caer duramente porque mi organismo se resintió y estuvo a punto de colapsar, aprendí a valorar mejor las cosas.
Entendí que el equilibrio lo es todo. Y, si en medio de un éxtasis escribiendo, un nieto llega a mis piernas, olvido todo y sus abrazos y juegos se convierten en mi prioridad. Algunas veces estoy escribiendo, y veo por la ventana al pajarito que se sienta en el hierro protector de nuestra seguridad, lo observo cómo mueve sus alas. Y si de repente el cielo se pone gris amenazando con lluvia, espero pacientemente que caigan las primeras gotas para disfrutar del llanto del cielo. Y si después de la lluvia aparece el arcoíris, me detengo y contemplo extasiada ese regalo maravilloso de la madre naturaleza.
Pienso que los seres humanos hemos sido tontos. No aprendemos de los regalos gratuitos que nos da la tierra. Y en nuestras prisas la atropellamos inmisericordemente. En nuestro deseo por alcanzar las metas, echamos a un lado a la familia, a los amigos y a nosotros mismos.
Aprendí a escuchar el aleteo de las palomas que se posan en los postes de las luces, cuando me vi en la obligación de guardar cama. Resguardada por obligación, disfruté de esos pequeños regalos. Tejí historias infinitas mirando las nubes. Y recordé cuánto gozábamos mi primer nieto y yo descifrando sus formas, alimentando con estos sanos ejercicios de nuestras imaginaciones.
Y así, ese día que se iniciaba con atropellos y dificultades múltiples de la simple tarea existencial, se convirtió en un redescubrimiento de la primavera y sus colores. Estoy convencida que vivo hoy el otoño de mi existencia. Ya he vivido más años de los que aún me quedan por vivir. Y consciente de esa realidad, ratifico mi decisión de amar y descubrir lo nuevo y redescubrir lo viejo. Abogo por la primavera porque ella nos recuerda que la vida es un constante nacer, renacer y morir para volver renacer. Convencida de que no sé hasta cuándo voy a estar en el mundo, quiero aprovechar cada gota de lluvia, cada viento que acaricia mi espalda, cada rayo de sol que ilumina mi vida, cada abrazo gratuito de los míos, cada palabra, cada canción, cada poema, cada espacio que me falta por conocer y visitar. Abriré los brazos a los que quieran acompañarme en ese nuevo tránsito existencial. Me alejaré de aquellas almas que van penando porque así lo decidieron. No quiero agravios gratuitos, no quiero vivir en el enfrentamiento.
A veces estoy en reuniones en que alguien toma la palabra para escucharse, para defender acríticamente su verdad, para insultar a los que se oponen a sus ideas. Entonces mientras eso ocurre, me pongo a pensar en la sonrisa de Lucas, las travesuras de Andrés y los abrazos de Rafael Eduardo. Y cuando alguien se quiere escuchar, yo me aferro a mis recuerdos y desconecto mis sentidos. Escucho sus palabras como si estuvieran en el lejano horizonte. Decido desconectarme para sobrevivirlos.
Y vuelvo a la primavera, al momento glorioso de la madre natura, para alegrar nuestras vidas. Invito a disfrutarla. Invito a descubrir todo cuanto te rodea. Hasta la próxima.20

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