La abstinencia de lo lascivo y el ayuno pascual arrojan al hombre mundano a un camino de cumplimientos forzados. Ceñirse es lo único que cabría aunque solo para algunos de los sacrificios habría alternativas que le interesarían. La fornicación y hasta el contacto de la ordinaria vida conyugal resultan, según dice la tradición, transgresiones que en Jueves Santo conllevarían repercusiones que aluden al Coquí. El temor a tan horrible posibilidad asalta muchas mentes aunque las experiencias indicaran por años que la Providencia no es tan implacable como la pintan al reaccionar contra ciertas inobservancias en este mundo de pecadores. Por eso nunca falta alguien que introduce en el coloquio ordinario el peso que lo desconocido puede ejercer sobre las decisiones de los humanos. Los seres más racionales podrían tener mucha conciencia contra lo intangible y aún así inhibirse de pasar por debajo de una escalera y menos aun aceptar la habitación número 13 del hotel que los acoge. Por si las moscas.
Me atrevo a suponer que el día del año en que menos ayuntamientos ocurren en nuestra civilización tiene que ver con la Semana Santa. Por si las moscas.
Otra privación más acatada y a la vez funcional se refiere a la carne que solo es apropiada para fantasías gastronómicas. Cualquier persona de buen gusto segregaría abundantes jugos estomacales de solo imaginarse un bistec encebollado o T bone; o unas espléndidas costillitas a la brasa.
Si para los primeros sacrificios a que nos hemos referido no existen sustitutos, pues la prescripción de lo lúbrico es no consumir en casa ni consumir fuera, para estos otros sí: un jugoso filete podría ser suplantado maravillosamente por una langosta consecuente con la fe. Lo injusto es que para los muchos ciudadanos de ingresos medios y bajos que predominamos en la adhesión a creencias es inevitable que el salto sea hacia la sardina en lata, el bacalao salado o hacia un insulso y acartonado mero de granja y precio módico.