Chinos buenos aquí y problemáticos allá
Tenemos muchos años viéndolos de cerca, algunos de ellos en hoteles pueblerinos o capitalinos; en supermercados de baratillos o convirtiendo en leyenda al arroz con pollo, primero, y al chofán después, además de servirnos unos camarones empeñados en esconderse en los platos del comer utilitario. Esos seres de ojos oblicuos que hablan el español a partir del mandarín con inflexiones que silencian la mitad de lo que dicen, constituyen un aporte a la globalización de lo folclórico que se agradece.
Casi se podría decir que el sempiterno chinito solo comienza a parecernos adverso y conflictivo cuando está lejos de nuestra vista, y no lo digo solo por los zarandeos que ahora inflige al Dalai Lama en Tibet.
En nuestra ciudad, el irse de súbito por el hoyo de un alcantarillado puede tener mucho que ver con Pekín, el poder que vorazmente compra metales robados. Además, cientos de miles de dominicanos doman bancos en torno a las zonas francas, al ser sustituidos, pero desde el mismo Oriente, por unos obreros de la raza Amarilla que parecen maquinitas de zurcir, pegar botones y montar braguetas. Jamás faltan al trabajo a causa de resacas, y luego, cansados y desanimados, cobran lo que el patrón del Partido Comunista quiera pagarles porque lo que importa es la grandeza de la China, no que el proletariado coma bien. Los cordiales y serviciales inmigrantes asiáticos que con nosotros comparten el terruño halagan nuestro paladar mientras crece su presencia en los negocios; pero aquellos que dejan de venir tienen una forma de influir en este medio que causa dolores de cabeza.