Cuando somos los personajes de la película, parece que se nos hace más difícil percatarnos de que estamos cometiendo exactamente el mismo error de otros actores, a quienes vimos destruir sus carreras, cuando nos tocó el rol de espectadores.
Y es que, como dice Al Pacino en la película, El Abogado del Diablo: “la vanidad, es el pecado favorito del diablo”, porque sirve de anzuelo para que la gente caiga una por una, gracias a su propia necesidad de que le digan lo que quiere escuchar, y termina ante la misma manipulación que le aplicaron a otra persona anteriormente, pero, bajo en el entendido y la firme creencia, de que esta vez será diferente porque se trata de mi, y conmigo, no van a poder.
Entonces, se desarrolla el otro juego: la adrenalina esconde consigo un estímulo interno que insiste en demostrarle al “diablo”, silente y determinantemente, que eres más inteligente. Te convences a ti mismo que la coyuntura del momento está a tu favor, le vas a sacar provecho, y de algún modo, ¿por qué no? Puede que consigas el gran premio de ganarte su confianza y agradecimiento. Al menos, eso piensas, a pesar de que, para favorecerte a ti, está conspirando contra quienes hicieron y creyeron lo mismo que tu en su momento de gracia.
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Por alguna razón, cuando de diablos y monstruos se trata, las películas terminan haciendo que sus personajes los enfrenten, como la única vía de terminar con el asedio que llevan en la trama, donde, por lo regular, afectan a todo un colectivo, más que nada, por sus traumas personales que terminan devorando rastros de algún posible sentido de sensatez.
Es una pena que la debilidad humana sea la génesis de los conflictos, desde los más simples hasta los más trascendentales, en todos los escenarios de la vida, salen a flote; la vanidad, el ego, la avaricia, la desconfianza, el abuso de poder y la necesidad de ser adulados, juegan un rol importante en la creación de los mismo y su complejización.
Y antes tanta evidencia, lo más asombroso, es que la culpa queda entre quienes son manipulados, porque, quien manipula, cuenta con la grandeza de lograr nunca ser la persona señalada como la creadora de situaciones que desemboquen en una disputa innecesaria entre sus propios acólitos.
El juego de poner a todos a matarse entre sí mientras me adoran a mi, y en lo que se devoran mutuamente, niegan rotundamente mi participación en la creación de ese escenario, parece que no tiene forma de acabarse en la vida de los humanos.
Aquellos que se percatan de la situación, al no poder hacer nada, en vista de que los afectados sienten adoración y alta devoción por su verdugo, sólo les queda la opción de hacer como John Lennon, cuando dice en su canción: “solo estoy sentado aquí viendo las ruedas rodar”.