Ningún país está exento de escándalos de corrupción, pero abundan y resuenan en los países del capitalismo subdesarrollado porque, en estas sociedades, el empresariado depende mucho del Estado para generar riqueza, y las capas medias y bajas tienen escasos medios de movilidad social, por lo que, requieren también del Estado para mejorar su situación económica.
En ese tejemaneje se desarrolla un amplio y diverso sistema de sobornos, donde algunos funcionarios públicos se convierten en intermediarios entre corruptos y el Estado, y a la vez en beneficiarios directos.
Mientras en estos países la corrupción es extensa y sistémica, en los países del capitalismo desarrollado es más limitada porque la gente depende menos del Estado para generar riqueza. De ahí que, en esas sociedades, la Justicia pueda intervenir con mayor éxito contra los funcionarios corruptos cuando explota un escándalo.
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La corrupción recorre el sistema político y socioeconómico de muchos países, la ciudadanía lo sabe, lo tolera, y difícilmente se moviliza contra ella a menos que algún sector de poder promueva la movilización.
Y, usualmente, los motores de la anticorrupción se encienden, no para combatir la corrupción propiamente (aunque así se presente), sino para destronar algún sector político cuando no hay otros mecanismos fácilmente accesibles que generen amplio descontento.
En esos contextos de corrupción sistémica, la Justicia es siempre vulnerable a los vaivenes políticos, ya sea que se haga de la vista gorda o que accione, porque tarde o temprano aparecerá sesgada ante la ciudadanía por una sencilla razón: enfrentará la corrupción de unos y no la de otros funcionarios que mucha gente también piensa son corruptos.
Al final, lamentablemente, la Justicia es evaluada negativamente por amplios segmentos de la ciudadanía, condensada en expresiones como: la Justicia no sirve, la Justicia no funciona, los jueces se venden, etc.
Para quienes imparten justicia, el proceso puede resultar muy frustratorio, no solo por la desconfianza o evaluación negativa de la ciudadanía, sino también porque, al final, podrán ver los casos caerse cuando cambien las condiciones políticas y la anticorrupción deje de ser un arma de lucha política.
Para dar un salto a una sociedad donde la corrupción realmente se combata y el sistema de Justicia funcione con efectividad y legitimidad, tienen que producirse tres grandes cambios: 1) que se genere suficiente riqueza fuera del Estado, con mecanismos de redistribución efectivos para producir amplio bienestar, 2) fortalecer las capacidades cívicas de la ciudadanía, y 3) una sucesión de Gobiernos comprometidos con la institucionalización del Estado.
Si estas condiciones no se producen, el sistema de Justicia, por más honestos que sean algunos de sus integrantes, no tendrá capacidad de investigar tantas denuncias o sospechas de corrupción, y su accionar se verá sesgado, aun cuando en determinadas coyunturas se aplauda.
Ser fiscal o juez honesto/a en sociedades donde la corrupción es extensa y sistémica es riesgoso por la dificultad real para hacer justicia ante tantos casos históricamente acumulados, y porque los grupos de poder usan la anticorrupción siempre a su conveniencia. La activan o desactivan según las circunstancias.