La vida tiene significado a través de la construcción del sentido de pertenencia, de la necesidad de afiliación, de la empatía social y de la identidad colectiva. Cuando la identidad se fracciona, se debilita, se construye de forma ambivalente, entonces, es una falsa identidad; Aristóteles decía que cada ser humano es único e irrepetible. Pero visto desde el colectivo, es un resultado biopsico-socio-cultural y espiritual.
El comportamiento es social, lo moldea las creencias religiosas, los valores, los habitos y costumbres, la ideología política, el aprendizaje y las influencias de otras culturas dominantes que, se fijan a través del cerebro – neuronas espejos, ya sea con la música, el cine, las redes sociales, la inteligencia artificial y el algoritmo, para terminar, gratificando estructuras cerebrales y químicos que se convierten en necesidades impulsivas y adictivas.
La globalización fraccionó y quebró, para mal, la identidad de las tribus, de la individualidad, para hacerla general, grupal, exportable, visible, penetrable desde tu propia casa, tu celular, la tv, el internet.
Así fuimos perdiendo la privacidad, los límites, lo intangible y la vida anónima y particular de cada quien. Visto así, todos somos iguales, consumimos lo mismo, sentimos las mismas presiones y necesidades.
La cultura, también ha diferenciado las necesidades espirituales para categorizar los grupos sociales, a través del bienestar, la calidez, la belleza, lo juvenil, el gozo, el placer y la conquista de la felicidad positiva.
En cualquier sociedad posmoderna, los conceptos del “gustar, el ser respetado, sentirse validado, aceptado y merecedor de espacios sociales, significa lograr el “éxito”. Por otro lado, el anonimato, el no ser aceptado, o mas bien rechazado, marginado o estigmatizado, construye la baja autoestima, el pobre autoconcepto, la falsa identidad, los prejuicios y estereotipos que estimulan el odio, el resentimiento, la frustración, la desesperanza y la deshumanización.
La exclusión social y cultural, es la peor pobreza espiritual de un colectivo social que no puede o no comprende los procesos de transculturación, la confusión de roles, asignaciones y categorías entre “las elites y lo popular”. La cultura debe ser accesible a todos y todas. Los espacios culturales, las habilidades y destrezas del artista, pintor, teatrista, danza, música, baile, el libro, en fin, todo lo que es cultura debe llegar a lo popular; o sea, al barrio, a la comunidad, a la escuela, a la vida simple del ciudadano de a pie.
La cultura incide más que el arroz y la habichuela, va más allá que el “teteo” y el inmediatismo de las distracciones, del espectáculo y el entretenimiento y la búsqueda de notoriedad mediática.
Hay que invertir en cultura, en el bienestar social y espiritual, en el aprendizaje de las humanidades y habilidades para el desarrollo integral. La cultura cambia el cerebro, construye la autocompasión, el altruismo, la afectividad, la reciprocidad, y la autoestima.
Si queremos mejores ciudadanos, mejores personas y con mejores actitudes para la vida, hay que fortalecer el espíritu.
El presidente Luis Abinader y los hacedores de políticas culturales deben invertir más en los sectores populares para que los jóvenes desarrollen sus estructuras cerebrales, la comprensión de su lengua, fortalezcan su identidad y su cognición social.
El “teteo”, la 42, las deshibiciones en las escuelas y el consumo de lo vulgar en las redes, son parte de los procesos de transculturación, la brecha social entre lo élite y lo popular ha crecido, si es cultural literalmente somos más pobres.