En Venezuela se juega el destino de la democracia en nuestra América. Un país que fue paradigma de transición a la democracia y de democracia funcional hoy también se convierte en modelo de democracia emergente frente a un nuevo autoritarismo nacido de un régimen populista, con Chávez, inicialmente electoralmente competitivo y, con Maduro, una vez el populismo se volvió impopular, crecientemente retado por la oposición política democrática más valiente y original de nuestro hemisferio.
El experimento del “socialismo del siglo XXI” ha costado mucho al pueblo venezolano. Sobra decir que, como Cuba, Venezuela, de ser uno de los países más prósperos de América, se ha convertido dramáticamente en uno de los de más pobres. No solo es que no se ha logrado “sembrar petróleo” como proponía Rómulo Betancourt y Arturo Uslar Pietri, sino que la misma tradicional economía rentística colapsó, al extremo de que hoy la gran nación de Bolívar apenas produce un 20% o menos de lo que fue su producción petrolera.
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Chávez supo distribuir la renta petrolera y eso, unido a su adictivo discurso populista, consolidó su mayoría electoral. Pero Maduro no supo continuar la democracia populista electoralmente competitiva y consumó, en las pasadas elecciones, el más descarado y flagrante fraude electoral. El régimen chavomadurista es hoy no solo una cleptocracia, por demás autocrática, sino, lo que es peor, y como bien expresa Allan Brewer-Carías, una “kakistocracia depredadora”, el gobierno de los ineptos, lo que se evidencia al ver que Maduro no supo siquiera planificar y ejecutar un fraude electoral. Dice Andrés Rosler que los chavomaduristas ejercieron su “soberanía matemática”.
Es deporte latinoamericano criticar alegremente la oposición venezolana por supuestamente ser divisiva, cuando la oposición más dividida es, por pendejadas, por cierto, la dominicana. Pero la oposición venezolana, encabezada por Edmundo González y María Corina Machado, ha sido capaz de mostrar en tiempo real un fraude electoral. Con eso le quita al régimen la única legitimidad de un régimen caracterizado por su ineficacia y, sobre todo, por su estupidez, y contribuye decisivamente a desterrar el mito de que hay “dictaduras eternas”.
Como siempre, la izquierda idiota latinoamericana, encabezada por López Obrador, reivindica el vomitivo derecho a la autodeterminación de las dictaduras. Este derecho es popular por no habérsele hecho caso a la doctrina Betancourt del cordón sanitario contra las dictaduras, cuya última expresión fue la Carta Democrática Interamericana que plasma la afirmación de que la democracia es y debe ser la forma de gobierno de los pueblos de las Américas y que ella constituye un compromiso colectivo de mantener y fortalecer el sistema democrático en la región.
El deber de los ciudadanos y líderes latinoamericanos es apoyar la lucha por la democracia que libra valientemente el pueblo venezolano. Las democracias hoy existentes en nuestra América le deben mucho a los líderes demócratas venezolanos. La República Dominicana es ejemplo de ello: sin Betancourt ni Carlos Andrés Pérez no tuviésemos hoy libertades democráticas en nuestro país.
De los presidentes latinoamericanos solo necesitamos que digan, como Betancourt: No mantendremos “relaciones diplomáticas ni comerciales con gobiernos no legitimados por el voto de los pueblos” y propugnaremos “en la Organización de los Estados Americanos que los regímenes de usurpación sean excluidos de la comunidad jurídica regional”. Es cuánto. ¿Se anima Luis Abinader o Gabriel Boric?