El Estado dominicano tiene el monopolio de definir quien le pertenece o no a su nación. Es así que la discriminación se inscribe como fundamento mismo del orden político que nos gobierna. Lo problemático son los arbitrarios mecanismos utilizados para su perpetuación, yendo no solo a trazar fronteras entre nacionales y extranjeros, sino a instituir al mismo tiempo desigualdades para sus ciudadanos.
Desde el 2007, en República Dominicana se despoja de la ciudadanía a decenas de miles de dominicanos y dominicanas. Son mujeres, hombres, adultos, adolescentes, ancianos, recién nacidos, casados o solteros. Son estudiantes, choferes, enfermeras, pulperos, abogados, deportistas. Su delito es ser dominicanos, hijos de inmigrantes haitianos. Un neto reflejo de las tribulaciones que llevamos por definir quiénes somos, desde el miedo a lo que no queremos ser.
La resolución 12-07, emitida por la Junta Central Electoral (JCE), dispone a las oficialías del registro civil la prohibición inminente de entrega de actas de nacimiento y cédulas de identidad a estos dominicanos. Esta acción de sospecha ante la legalidad de la condición ciudadana de estos dominicanos es fabricada por el Estado, justificándola por eventuales irregularidades administrativas y estatus de “tránsito” de sus padres. Al parecer, poco vale si su residencia y trabajo estuvieron regulados durante decenios por la ley migratoria o si nuestra vigente Constitución estipula que todo individuo nacido en territorio nacional es dominicano.
El asunto es la condenación de aplicar la medida con retroactividad a quienes nacieran de padres en situación migratoria temporal, que no es lo mismo que estar de tránsito.
La sentencia del Tribunal Constitucional avala el fallo de la JCE de desnacionalizar a todos aquellos que nacieran de padres en estatus de “tránsito” desde el 1929. Así, de la noche a la mañana cientos de miles de dominicanos serían ahora extranjeros, coartando así sus derechos más fundamentales.
Sin medir consecuencias, estos mecanismos naturalizan la discriminación de una presencia simple y llanamente legítima. La prueba misma es que en lo que se ejecuta la resolución, se les ha ingeniado un “permiso especial de estadía temporal”, pasando a ser transeúntes de la nación que los ha visto crecer.
Esta violencia continúa practicándose ante los ojos de los mismos tribunales que naturalizaron recientemente a Gilberto Santa Rosa y al Cigala en menos de una hora, con transmisión en vivo y directo desde el Palacio presidencial.
Y sí, el inconsciente siempre traiciona. En República Dominicana, al hablar de clases es imposible restringirse a la posición de un individuo según su nivel económico y cultural.
El origen nacional haitiano, el color de la piel y su estatus socioeconómico hablan e intervienen como generadores de descrédito.
«Nada hará la educación mientras subsistan las condiciones que actualmente definen la patología nacional…La vecindad de Haití ha sido, pues, y sigue siendo el principal problema de la República Dominicana». Todo parece que estas palabras de Joaquín Balaguer repercuten en las manos de los jueces, quienes las adjudican ahora a sus hijos dominicanos.
El valor social de esta población queda así sujeto a la definición de la inmigración haitiana como amenaza constante a una “dominicanidad”. Dominicanidad que no sabemos ya a qué museo pertenece, si solo lo baila el típico del aeropuerto o se escenifica en el va y viene de un “jalao” consumido en la distancia.
No importa que nacieran en República Dominicana, que hayan ido a la misma escuela, jugado en el mismo barrio, fiado en el mismo colmado, hecho vida como sus pares mestizos de apellidos hispánicos, o si conocen o no el Haití de sus padres.Ya socialmente son otra clase de dominicanos. Ahora la magia administrativa no solo les desconoce sus ciudadanías, sino que les despoja lo imprescindible de un ser humano: su historia.
¿Cómo no iba a ser así, si desde un principio gestionamos como provisional la llegada de los primeros braceros y jornaleros, mientras disimulábamos que la socialización de sus hijos transgredía el “tránsito” pensable? Quede la vida por y para el trabajo, pasamos irremediablemente a convertirnos en celadores de sus destinos.
De ahí las intenciones de enlazar incesantemente esta población a la inmigración de sus padres. En las esquinas, en la prensa, o en la reciente comisión especial de diputados, se define a estos dominicanos como “hijos de extranjeros”. Y es que no es para menos. Piense usted ¿De qué vale hablar o celebrar un origen, sino hay con qué diferente marcar la distinción? Más aún cuando está endosado a un pasado denigrado y estigmatizado.
Ahí están los resultados de empecinarnos en criminalizar el “problema haitiano” y asignárselo a sus herederos. Del origen étnico hicimos la naturaleza de los males, obviando el proceso social, racial e histórico que ha construido este rechazo. ¿Acaso olvidamos que nuestra historia dominicana está hecha de migraciones que hoy hacen la nación? ¿Qué dirán los tribunales sobre la integración de los descendientes de aquellos inmigrantes árabes repudiados a principios del siglo XX? Sin abundar de las tierras que nuestros emigrantes han hecho suyas con el paso del tiempo y que hoy solo buscamos cuando somos beisbolistas, ganadores de Pulitzer, oro olímpico o en los diciembres de remesas.
Entonces, ¿cuál es el problema de estos dominicanos? ¿A qué le estamos realmente huyendo con esta medida racista y de atropello contra nacionales en pleno territorio dominicano? La integración es un proceso social y total que incumbe a toda la sociedad y fluye en nuestra cotidianidad. Esta es solo efectiva si no hay discriminación oficial que la frene.
Ahí reside toda la paradoja del Estado dominicano. El ideal sería que desaparezcan “como inmigrantes” y se fundan “como nacionales”, lo que en realidad son. ¡Pero no! No dejamos de hacer de ellos, lo que les exigimos que no sean. Anhelamos que no sean diferentes, y así los hacemos una minoría, que ansiamos con estatus provisional. Todo esto, por tener el porte de ser “inmigrante haitiano”.
Desde la independencia de 1844, las élites políticas, económicas, militares e intelectuales han fomentado este rechazo. Por igual, los períodos de crisis económica han fomentado el recrudecimiento de la xenofobia. Pero a mi entender, la progresiva incursión de los inmigrantes o nacidos dominicanos en reivindicar sus derechos ha activado – consciente e inconscientemente – esta hostilidad por su supuesta amenaza a la nación y definición de nacionalidad. Ahí repica el temor de nuestros gobernantes de verlos reclamar su existencia en el terreno que piensan exclusivo.
De ahí que las únicas vías posibles de restablecer los derechos cívicos es en el mismo terreno del orden político que los excluye. Seríamos ingenuos de pensar que estos derechos quedarían restablecidos con la corrección de este grave precedente jurídico. Por tratarse de un hecho eminentemente político, se necesitan condiciones sociales que reinviertan todas las desigualdades que se ejercen sobre estos ciudadanos dominicanos.
Por esto, es imperante tener claro aquello que decía el sociólogo A. Sayad, de que “la lucha por los derechos cívicos no concierne solamente a los excluidos, las víctimas, los dominados del orden social y del orden político, pero el conjunto de este orden, comenzando por la corriente que designamos habitualmente como las fuerzas democráticas del país.
Esto así por la estabilidad y la sobrevivencia del orden social en su globalidad, y en primer lugar del orden democrático. El gran peligro para la democracia es el hecho que existan individuos restringidos a vivir fuera del mundo de los comunes”.