Los dominicanos queremos una sociedad perfecta y segura, protestamos para mejorar las cosas y vivimos soñando de forma utópica por un mundo mejor y justo; sin embargo, ese mismo deseo con el tiempo se nos diluye, se nos va la esperanza cayendo en prácticas anómalas e indeseables. En ese accionar mental y psicosocial abrazamos una conducta distópica, caótica y sin orden.
Lo distópico es una negación de la utopía, y realmente esto es lo que sucede con nosotros, lo que soñamos lo negamos con nuestras acciones. Soñamos con gobiernos justos, equitativos, pero al mismo tiempo cuando estamos en el período electoral, vendemos hasta el alma para sacar ventajas de un sistema que parece que involuciona. Vendemos nuestro voto, hacemos trueque con el diablo usando la cruz de Cristo como garantía y protección. Practicamos y alimentamos la corrupción y al mismo tiempo deseamos cambios que nos garanticen vivir en una sociedad más próspera.
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En la distopía del dominicano “nadie quiere estar”, precisamente esta es la razón de la emigración del campo a la ciudad, de nuestro país a los Estados Unidos u otros países. Lo irreal proyectado en bellas palabras es la parte distópica, como decíamos antes, es la parte indeseable, es el contexto para escapar, para obviar la realidad y taparnos los ojos para bloquear lo ficticio, lo impuro, lo inhumano, lo sarcástico y lo incomprensible. No hemos llegado al sueño de Juan Pablo Duarte, no nos interesa imitar a Cristo, preferimos imitar lo que no produce vida. Optamos por el desastre y por lo artificial. Preferimos crear guerras imaginarias que resolver las cosas tangibles. Nos asusta que los haitianos nos invadan, viviendo en el temor que nos inhibe para llegar por lo menos a un punto medio de las utopías. Vivimos bajo una sombra distópica que nos impide visualizar el proceso y el camino para frenar la falta de institucionalidad y la mega corrupción que opera en la esfera de la política, del gobierno y en el mismo pueblo que lo justifica.
Lo anterior suena negativo, pero lo que estamos tratando es de dibujar la plataforma social y espiritual que nos sostiene; a pesar de todo lo dicho, si nos decidimos a construir una nueva estructura del Estado dominicano, si entendiéramos que somos pasajeros pero eternos, que nacimos para desempeñar una tarea profética dentro del círculo social, si captáramos el propósito por el cual existimos, lo demás fuera más manejable; de hecho, todo lo que hiciéramos fuera más concreto y productivo. ¿Cómo es posible que sabemos que nos engañan y seguimos dormidos? ¿Qué es lo que nos para de cambiar el panorama? ¿Acaso es difícil crear un cambio sustancial o es más difícil vivir como hemos vivido? ¿Porqué vemos la política como la serie mundial del beisbol? ¿Acaso no nos damos cuenta que nos estamos comiendo un sancocho de estiércol y no de gallina criolla? Estamos en un país rico, con gente buena, pero atrapados en paradigmas que nos roban la abundancia que poseemos.
Si los dominicanos estamos dirigidos por los medios de comunicación, si se limita la información y la libertad, si se endiosan los candidatos presidenciales y nos los venden como los redentores, si nos sentimos vigilados y no se permiten las diferencias ideológicas, si un por ciento grande de la población no tiene agua potable y no tiene casa, si estamos permitiendo que los ríos sean contaminados, si la educación y los hospitales nos dan un servicio precario; si nos sentimos que estamos lejos de la democracia, si todo esto lo percibimos, somos una sociedad distópica, porque estamos lejos de la utopía. Pero podemos tirar una línea divisoria, podemos decir hasta aquí, podemos escalar hacia la montaña y desde ahí generar cambios. Es que los cambios no se anhelan, se hacen, se planifican y se ejecutan con coraje.
Dejemos de ser tontos, dejemos de vivir en una sociedad distópica.