La economía de la fe

La economía de la fe

Rafael Acevedo Pérez

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Una forma exitosa de organizar la mente, el pensamiento y la conducta, lo constituye el pensamiento filosófico.

Desde los albores de la humanidad, en todas las culturas, en las formaciones religiosas, es patente la necesidad de entender las leyes naturales, de diseñar modelos de conducta social y de predecir el futuro.

Filósofos y sabios intentaron establecer conocimientos, rutinas y normas para el pensar y el accionar colectivos. Aprendiendo y compartiendo preceptos religiosos, especialmente aquellos grandes pensadores cristianos, como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, utilizaron el andamiaje de la lógica aristotélica y platónica para la comprensión y difusión racional de la fe cristiana.

Pero en Occidente, grandes errores de religiosos, la manipulación de doctrinas cristianas por reyes y poderosos llevó mucha confusión y descreimiento hasta aquellos pensadores más honestos y conservadores.

Al punto, que muchos estudiosos respetados y respetables, abdicaron, abandonaron toda vinculación con cualquier forma de pensamiento mítico o espiritual, y con cualquier cosa que no fuera sensorial y lógicamente demostrable. Con lo cual independizaron las actividades de la ciencia de cualquier contaminación en el terreno de la comprobación empírica, esto es, lo observable y demostrable, por sus resultados y aplicaciones.

La ciencia, sin embargo, adolece de importantes limitaciones. Especialmente, porque tiene relativamente poco que hacer con la complejísima espiritualidad de los humanos.

Todo quehacer científico es, en primer lugar, y por lo general, una elección del “cientista” o científico, del dueño del laboratorio, de la academia, o de los que pagan el desarrollo de determinadas de experimentos y proyectos de investigación.

O sea, el rumbo del saber científico no es inocente; tampoco es por aclamación de las masas. Esto lo saben los profesionistas que hasta por recetar un medicamento o recomendar unos instrumentos son invitados (gastos pagos) a resorts y viajes por lugares lujosos, espléndidos.

La objetividad, independencia del criterio o rigor analítico del científico se limita, pues, a las normas lógicas y metodológicas de comprobación objetivas, de acuerdo con “los alcances y limitaciones de instrumentos” y dispositivos disponibles en el momento; y “consensuando” con colegas conocidos destacados en áreas particulares de conocimiento.

La elección del tema a investigar suele ser más subjetiva, dependiendo mucho de colegas y exprofesores, formando a menudo lo que intelectuales criollos llamaban, con cierto sarcasmo, grupos o clubes de “auto bombo”. José Donoso, en “A dónde van a morir los elefantes”, muestra contrastes exasperados de la vida académica, frecuentemente plagada de envidias, resentimientos y ambiciones de prestigio y poder. (Lo viví siendo estudiante en USA).

La elección de temas, el apoyo y demás posibilidades de investigadores y teorizadores científicos suelen depender de vinculaciones personales y del menú de laboratorios y centros de investigación usualmente patrocinados por grupos de interés.

Muchos científicos se refugian en predios particularistas y pierden de vista el conjunto; viendo cada vez más de cada vez menos cosas (Mills); incapaces de mirar el contexto vergonzante de un mundo en vías de auto destrucción, de una humanidad en vías de disolución, muy frecuentemente, en base a muchas de sus genialidades pagadas.

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