Este domingo los chilenos acuden a las urnas electorales a aprobar o rechazar su nueva Constitución. Hace algunos meses todo indicaba que la aprobación de la nueva Constitución se impondría. Hoy, sin embargo, los más recientes sondeos afirman que el “rechazo” alcanzaría un 56%, distanciándose del “apruebo” entre 4 y 12 puntos, aunque las encuestas muestran un amplio porcentaje de indecisos (del 10 al 15%). Al margen de factores políticos, como la creciente impopularidad del Gobierno del presidente Boric, el incremento del rechazo a la nueva Constitución se debe en gran medida a las críticas que ha merecido el texto aprobado por la Asamblea Constituyente.
Las críticas fundamentalmente se han concentrado en la parte dedicada a los derechos en la Constitución propuesta, que es, a mi juicio, lo más positivo del texto, en la medida en que, aparte de constitucionalizar expresamente principios y derechos que formaban parte del corpus jurídico del sistema interamericano de derechos humanos inserto en el bloque de constitucionalidad (por ej. el principio de reparación integral a los dañados por violaciones de sus derechos fundamentales), incluye avanzadísimas prescripciones constitucionales acerca de los derechos sociales, los derechos de la naturaleza, el respeto a los animales, los derechos reconocidos a pueblos y naciones indígenas en el marco de la unidad del Estado, la igualdad de las mujeres y la integración paritaria de los órganos públicos, el derecho a la ciudad y el territorio y, en fin, un conjunto de nuevos derechos y garantías que reafirman un nuevo paradigma iusfundamental.
El texto constitucional propuesto a los chilenos ha sido criticado por su ampulosidad y por lo prolijo, crítica que es deporte entre juristas de Europa y Estados Unidos, por lo menos desde que Karl Loewenstein se burlaba ya a mediados del siglo XX de la rompedora Constitución de Querétaro, pero que, en realidad, aunque muchas veces esgrimida desde la acera derecha, en la medida en que Edmund Burke fue el más feroz crítico de la Declaración de los derechos de los revolucionarios franceses, es ambidextra, porque el inglés es la fuente primigenia de inspiración de todos los que en la izquierda, desde Marx hasta Arendt y los radicales “indignados”, consideran que los derechos son pura utopía, promesas vacías e irrealizables, condenadas a la absoluta irrelevancia.
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Por otro lado, incluso prominentes partidarios de la nueva Constitución chilena, como es el caso de Roberto Gargarella, le critican algo muy común en las constituciones latinoamericanas: el hecho de no innovar en la “sala de máquinas” constitucional, en la organización del poder. Al respecto, sin embargo, la propuesta constitucional chilena redimensiona el carácter participativo del sistema democrático y crea nuevos órganos extra poder como el Defensor de la Naturaleza.
Aun ganando el rechazo a la nueva Constitución chilena, habrá que emprender una reforma constitucional o un nuevo proceso constituyente. Y, en ningún caso podrá obviarse la parte iusfundamental del texto propuesto, porque los chilenos son seres humanos y, como afirma Peter Häberle, “el ser humano necesita la esperanza como el aire que respira”. El constitucionalismo siempre ha mirado al futuro porque las constituciones, como bien nos recuerda Luigi Ferrajoli, son verdaderas “utopías de derecho positivo”, como utopías fueron durante muchísimo tiempo los derechos a la libertad e igualdad de esclavos, mujeres y niños.