Decía Winston Churchill que “la política hace extraños compañeros de cama”. Esta frase manifiesta crudamente la realidad del mundo en que se mueven los partidos y sus líderes en donde se producen las más insólitas alianzas con tal de alcanzar o preservar el poder.
Sin embargo, criticar estos frecuentes matrimonios políticos de conveniencia desde una perspectiva estrictamente moral olvida un dato fundamental y que señalaba preclaramente Juan Bosch en 1959:
“Todavía se leen de tarde en tarde artículos de firmas latinoamericanas que hablan de ´hombres puros´ y de ´hombres impuros´; que dividen a la humanidad en ´buenos´ o ´malos´. De donde resulta que la lucha por las libertades públicas debe ser librada por los ´buenos o puros´ contra los ´malos´ o ´impuros´; por apóstoles de bien contra legiones del mal, por regimientos de ángeles contra batallones de demonios.
Cuando actúan en función política, los hombres no son buenos ni son malos; son los resultados de las fuerzas que los han creado y los mantienen, y con cierta frecuencia son juguetes de esas fuerzas o son sus beneficiarios […] Eso no quiere decir, como hemos oído a menudo en bocas de un realismo demasiado grosero, que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Ningún pueblo merece un mal gobierno.
Lo que sucede es que un mal gobierno no se produce espontáneamente; es el resultado de una infección del cuerpo social, un desdichado mal que, en determinadas circunstancias favorables a su desarrollo, acaba tomando posesión del organismo colectivo. Pero no hay duda de que mientras ese organismo viva, o lo que es lo mismo, mientras el pueblo no haya perecido, puede recuperar la salud, vencer la enfermedad, retomar a ser lo que era y aún mejor su antigua condición”.
En el fondo, Bosch no propugna por una política alejada de todo valor ético o moral. Aquí debemos recordar a Max Weber y su distinción entre la “ética de la convicción”, que impone “obrar correctamente”, y la “ética de la responsabilidad”, que “exige responder de las consecuencias” de nuestra actuación.
Quienes postulan la primera están plenamente convencidos de sus valores e ideales y, partiendo de una lógica binaria y maniquea donde todo es blanco o negro y la gente se divide en buenos y malos, afirman que la justicia debe alcanzarse sin importar las consecuencias. Por su parte, los partidarios de la segunda, pragmáticos, consideran que el fin justifica los medios.
Pero, en verdad, para Weber ambas éticas son complementarias y “han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política”, por lo que propone una ética política intermedia, que toma en cuenta tanto los resultados sociales que puede alcanzar la acción política, la ponderación de estos y la convicción que le sirve de sustento.
Decimos todo lo anterior porque al criticar que un partido en el poder entre en una insólita alianza política no todos lo hacen porque sea la coalición de un bueno y un malo, sino porque se traiciona la voluntad popular y a la militancia de un partido cuando se renuncia irresponsablemente al poder conferido por los electores y se abdica del deber de hacer realidad un programa, contribuir a la conformación de las Altas Cortes y órganos extrapoder, y dejar una impronta y un legado por el cual mucha gente adherida como militante o simpatizante de ese partido luchó.
Es sociológicamente extraño, un fraude a la voluntad popular y a la Constitución, y una verdadera estupidez política revestida de “inteligente” maquiavelismo, que un partido en el poder, pasándole por encima a los precedentes, las convenciones y las normas constitucionales, y sentando un funesto precedente, que a la larga operará en el futuro contra todas las verdaderas y opositoras segundas mayorías congresuales o no, le fabrique una mayoría espuria a un partido bisagra, aliado coyuntural y minoritario, pateando al partido opositor que ostenta por decisión electoral la segunda mayoría, comprometido con una oposición leal, y poniendo en juego así la buena gobernabilidad de la nación, crítica en tiempos de crisis socioeconómica.
Se apuesta ciegamente a que la mayoría artificial donada restará fuerza al partido cuya legítima mayoría fue usurpada. Eso es desconocer que el partido desalojado del poder es de una exitosa estructura leninista que se fortalece en la depuración. Más aún, es probable que el partido con mayoría fabricada instale sus hombres en el poder, imponga su agenda, desencante tanto a circunstanciales votantes como a fieles militantes del partido gobernante y termine erosionando su apoyo popular.