Informaciones comunes de estos tiempos en República Dominicana, y que lógicamente generan más sensación de inseguridad en la ciudadanía, son las que reflejan horribles incursiones de delincuentes que roban y matan sin que a corto ni mediano plazos lleguen a la opinión pública las señales, consoladoras al menos, de que la lucha contra ellos existe. De que se les persigue y con alguna frecuencia se logra detenerlos y ponerlos a disposición de la justicia.
Una lucha en las que deben estar bien conjugados y certeros los actos que hagan sentir el peso de la ley y la vigencia de garantías para vidas y bienes.
Los casos pendientes de esclarecimiento de una criminalidad intensificada son numéricamente preocupantes. Nadie sabe lo que ha pasado con gestiones investigativas tras las embestidas del sicariato en varios puntos del país y en unos pocos meses sucesivos.
En Santiago lo notorio es que los asesinos a sueldos y el bandidaje motorizado han actuado sin que, en la mayoría de los casos, las reacciones del alto mando policial de trasladar a directores regionales parezca conducir al descubrimiento de los autores, lo que sentaría precedentes esperanzadores contra la realidad de que se suscitan más episodios para lamentar que para tranquilizarse. El miedo a ir a parar a la cárcel por delinquir es un factor de disuasión que podría estar perdiendo vigencia de manera alarmante; y podrían estarse incentivando las reacciones de comunidades barriales de pretender hacer justicia por sus propias manos, linchando individuos por mera sospecha o por que fueron sorprendidos en simples actos de ratería que no merecerían sumarias penas de muerte.
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Es difícil esperar que con tan pobre historial policiaco-judicial la gente pueda sentirse eficientemente protegida. Que en las ciudades más pobladas del país se deje de seguir teniendo tanto miedo a la noche y que el ruido de las motocicletas cese de ser recibido tan frecuentemente como preludio de alguna desgracia personal.