Para muchos, la fe no es más que un asunto de sentimientos, propio de gente débil, incapaz de pensar críticamente.
Durante siglos, muchos cristianos murieron por su fe. ¿Acaso su valentía fue fruto de un fanatismo irreflexivo? Esos cristianos creyeron al igual que Pablo de Tarso que dijo: “sé de quién me he fiado” (2ª Timoteo 1, 12).
El Evangelio de Lucas nos enseña por qué tiene sentido creer en Jesús. Lucas nos cuenta sus esfuerzos: “Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelo por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lucas 1, 1 -4).
Está claro que, para Lucas, la fe tiene que fundamentarse en algo comprobado y serio. Nos toca conocer la solidez de la enseñanza recibida.
San Agustín, afirmó: “nadie creería si no juzgase primero que vale la pena creer”. El muchacho que se casa con una mujer se apoya en un conocimiento racional y una experiencia afectiva.
A partir de su conocimiento de la muchacha, el muchacho elabora esta decisión: — voy a apostarle a esta mujer mi vida –. Al casarse, el hombre y la mujer creen que vale la pena ir más allá de lo conocido y comprometerse en una vida desconocida.
El matrimonio es un acto de fe apoyado en la experiencia vivida y la razón. Ambos han razonado que su felicidad consiste en construir un proyecto común.
Todo el que cree, cree con su razón. Y todo el que cree, va más allá de su razón, ¡porque su misma razón le dice que vale la pena ir más allá! Una razón humana, que se respete, sabe que ella misma no es el último criterio.
Para creer nos apoyamos en la lealtad de Dios. No hay nada más firme.