Pocas veces una máxima ha sido tan certera: “como anda el tráfico vehicular, así anda el país”. Porque el tránsito es una síntesis de su esencia. De su territorio: espacios. De sus ciudadanos: inteligencia, actitudes, educación. De su política: planificación, organización, autoridad. De las relaciones de poder: el ciudadano medio, el sindicalista, el funcionario, el policía o militar, el delincuente. Todo en una única estampa.
¿Hace sentido ir hacia atrás? Porque una cosa es segura: no podemos regresarnos. Es decir, no hay manera de disminuir la cantidad de automóviles en la ciudad de Santo Domingo (y demás ciudades importantes). El carro no es solamente un medio de transporte. En muchas ocasiones es lo de menos. Es un signo erótico. Así mismo, símbolo de status. De riqueza, de elegancia, de status. (Yo mismo he vivido como secretamente me siguen luego de una reunión para constatar en que carro ando. Por cierto, un Toyota Corolla del 2006, que muy bueno que me ha salido) De poder, cuando poder no solamente tiene el dinero o el gobierno sino la fuerza, la violencia, el tigueraje. La calle –y no ante la justicia, como dice la Constitución- es donde somos más iguales, que no es decir que somos iguales. Es el espacio más democrático en que yo ocupo un lugar más o menos igual que el de al lado. Y en que si voy adelante no me quito porque viene uno con un carro más caro. Y si puedo me le meto, porque no es verdad que él tiene más pantalones que yo. O no va a rayar su carro. O no va a perder tiempo llamando a más gente. O a la policía. No me paro ante nadie, a menos que sea un funcionario, porque ahí se invierten los términos. El tiene la organización represiva del Estado a su favor. Por eso puede manejarse en el espacio público a su antojo, dar rienda suelta a los caprichos y delirios de arbitrariedad (- Pero, ¿usted sabe con quién está hablando?) de ese Trujillito que llevamos dentro todos los dominicanos.
Una yipeta –un dominicanismo muy sugestivo que refleja la semiótica del automóvil, como comentamos antes-, una Toyota Land Cruiser, mide aproximadamente 9 metros cuadrados, con poco menos de dos metros de ancho. Una calle “normal” de la ciudad de Santo Domingo puede tener 10 metros de ancho, aunque hay muchas mucho más estrechas, sobre todo en las zonas populares. Puede ser la tesis de una monografía: dentro de las mansiones hay pasillos y callejuelas. Afuera, avenidas. Luego, calles. En la medida en que nos desplazamos a la periferia del ingreso, las calles se van estrechando, acortando e incidentando (un poste de luz debajo de la calzado, una escalera que termina en la acera, una puerta de garaje que abierta corta el paso, una fritura con las sillas sobre los contenes… Si sigo no me alcanza el espacio) De manera que en una calle “normal” caben apretaditas cuatro yipetas una al lado de la otra. Estacionadas, por supuesto. Lógicamente, los vehículos en movimiento necesitan más espacio. De seguridad hacia los lados y de desplazamiento hacia adelante.
Vayamos ahora a lo concreto, a la práctica cotidiana. Ponemos una fila de yipetas a cada lado de la calle. La velocidad de circulación se reduce prácticamente a cero. Es lo mismo que sucede cuando el colesterol se adosa a las paredes de las arterias. Si la calle es de un solo sentido, la velocidad puede aumentar algo pero la prudencia (pueden abrir una puerta, salir un carro de sopetón) tampoco es que permite circular rápidamente. Lo concreto: los carros no son plegables, las calles no son expansibles y, por una cuestión de complejo social, los carros tienden a ser más grandes (¡vaya usted a ver, en un país pobre, subdesarrollado e importador de petróleo!), y el espacio dedicado a la circulación vehicular no puede aumentar. Y no ha aumentado en los últimos cincuenta años por cuanto implica demoler cantidad de edificaciones. En principio no es costo eficiente.
Hay mucho más. Las calles en la ciudad de Santo Domingo son, además de estrechas, cortas. Muchas continúan pero con un peldaño en algún lugar, que muchas veces confronta el sentido de la circulación. Esta ha sido la urbanización de la ciudad: “espontánea”, “creativa”, “personal”. Resultado de un vector de poder cuyo propósito nunca ha sido tener una ciudad sino un espacio de actuación en que uno convive con la menor fricción posible con otro cualquier de estos poderes. Siendo el “poder ciudadano” el menos definido, nítido y poderoso.
Sin un sistema de transporte público funcional (de nuevo, mientras más bajo el ingreso, mayor el esfuerzo aportado al desplazamiento personal), la tasa de automóviles per cápita debe ser de las mayores del mundo: uno (la mitad son motocicletas) por cada tres ciudadanos. Este resultado no tiene nada de extraordinario. El problema no es de distancias. La ciudad de Santo Domingo es más bien pequeña, y más pequeñas son las ciudades interiores. No obstante, llegar a diez o quince cuadras de distancia puede resultar una proeza. Algunos ilusos (y otros no tanto) dicen de andar a pie o en bicicleta… a la una de la tarde de un verano tropical, para ir a buscar un documento y luego llevarlo a un lugar en otra urbanización! No hay alternativa a la del vehículo propio, que muy bien puede ser una mala alternativa. ¡Pero no hay otra! No hay conexiones en el transporte público. Una red racional (como en la ciudad de Paris) es que usted tenga que caminar no más de dos cuadras cuando sale de su casa. Aborda cualquier medio público de transporte (autobús, tren eléctrico o tren subterráneo) y que, cuando deje el medio, tenga que caminar no más de dos cuadras para llegar a su destino. Eso es una red de transporte integrada.
Pero vámonos en carro (esto es un ejercicio mental que puede hacer cualquiera). Salgo del parqueo doblando a la izquierda con cuidado porque en la calle hay carros de lado y lado. Empezamos: ¿para qué gastar en letreros de “No Estacione” porque en la práctica parecen decir: “Estacione aquí”. ¿No es claro que la práctica desmiente la señal, la institución? O, ¿acaso se trata de eso? Porque tener a todo mundo del lado equivocado es conveniente a la hora de escoger quienes van a ser perseguidos por ello. Unos están atrapados, otros me deben la vida. Pero bueno, seguimos…
En la esquina tengo que “sacar la nariz” porque la verja de la casa de la esquina me impide la visual, algo que pasa desapercibido a las “instituciones” encargadas del “sector transporte”. Lo hago con cuidado. Doblo. De inmediato me enfrento a mi primer reto. Un carro “del concho” detenido en el centro del carril de la derecha. Es decir, sin hacerse mucho hacia la acera. ¿Para qué? Los que vienen atrás, que esperen. Es más o menos la consigna de los “trabajadores del volante”: lo importante es que ellos maximicen en términos de ingreso el resultado de sus rutas. El resto de los transeúntes de las calles, que se esperen. Que se ajusten, que se acotejen. Los taxistas no son diferentes: oscilan entre comerse las calles a más de setenta kilómetros por hora, cuando van a buscar un pasajero. Y si atropellan a alguien o chocan estrepitosamente contra otro, pues son los avatares de esa ocupación. Hasta ir a vuelta de rueda cuando andan buscando el número de una casa donde lo esperan. No importa que detengan todo el tráfico que viene detrás. Que se esperen, importante soy yo.
Primera prueba: salvar el carro “público” que tenga adelante. Los pasajeros, como dije, se toman su tiempo. Y si éste fuera el único, pues espero. No hay problema. Pero luego de éste hay otro. Y luego de ese otro, otro. Y otro, otro, otro. Son infinitos, pueblan las calles como hormigas en procesión. La ocupan, es su terreno, su liza donde corren y compiten. Echan carreras, se cruzan unos a otros peleándose un pasajero. Se detienen en cualquier carril. En el de la izquierda, entre la derecha y la izquierda, a la izquierda del de la izquierda. De estar estacionados, salen al carril izquierdo sin mirar ni importarle. Doblan sin advertencia. Se detienen de golpe si oyen un silbido. ¿Es que alguien venía atrás?
Bueno, pongo mis direccionales y hago un giro leve para intentar salir de detrás. Miro por el retrovisor. ¡Cuidado!, viene una yipeta negra enorme como un tanque de guerra comiéndose el asfalto. ¡Nadie primero que ella! Los vidrios tintados al punto de que nada se ve hacia adentro. El sonido punzante de una bocina tipo “oficial”, de esas que usa “el servicio secreto”. El signo es claro: ¡abran, que viene bajando Trujillo! Nada más erótico para un funcionario (bueno, sí, el presupuesto nacional), o para un ciudadano “influyente”. O para un narco. O para un pelotero. De manera que, dejar pasar. No quiero ser una víctima más de esta democracia. Adelante, el semáforo está en rojo. La yipeta negra emite un solo pulso de su bocina y pasa. El pulso, no vaya a ser que se la raye un “rullío” que venga perpendicular y en su luz verde. El Amet en la esquina se le queda viendo con admiración. Pasó tan rápido que no le alcanzó el tiempo para abrirle paso. Como se debe hacer en justicia con el poder. Con todo el poder, cualquier poder. Con el poder de “lo que a mí me de la gana y no puedes hacer nada porque te aplasto”, que no hay otro poder.
Llego a la esquina de dos “avenidas”. ¿Qué diferencia una calle de una avenida en la República Dominicana? ¿Será una cuestión de amplitud, anchura de carriles, posibilidad de transitar a mayor velocidad? ¿De normas y regulaciones, como que en una avenida nadie, absolutamente nadie se puede detener, menos estacionar? Suena lógico pero no es así. Aquí, en la Autopista Duarte uno encuentra a cada rato carros en contra vía, por la derecha y por la izquierda. Y no pasa nada. Eso es en este país como desayunar con mangú.
Desde antes empieza el tapón pues, entre los “carros públicos”, “los que van derecho” dejan sus pasajeros en la intersección de este lado, y “los que van Bolívar” dejan los suyos a la derecha. Es decir, unos y otros, los que circulan en ambos ejes perpendiculares, usan la intersección como estación de trasbordo. ¡Simplemente genial! ¿A quién se le hubiera ocurrido? Nada más inteligente para agilizar el tráfico. En la misma esquina tengo dos carros “públicos” dejando pasajeros. Adelante, una “voladora” recogiendo pasajeros. Delante de esa voladora, otra. Y poquito más adelante, otra cruzada impidiendo el paso a todos. Su idea: hasta que ella no llene, nadie pasa. Otro carro “público” en doble vía haciendo señas haciendo dónde va esperando también subir pasajeros. El Amet suena el silbato pero en su calma se ve que ha decidido no intentar hacer entrar en razón a una recua de mulos. Camina lento, medio le grita al chofer de una voladora. Ya se mueven. Se desata un poco el tapón, y los demás “civiles” que habían estado tocando el claxon y gesticulando irritados dentro de sus carros, logran pasar. Algunos, a otros los detiene de nuevo el semáforo. Al minuto se forma otro bollo de igual calaña: este es el pulso arrítmico de nuestro corazón caribeño.
Sigo. Quedamos entonces en que el carril de la derecha es exclusivo de los “trabajadores del volante” puesto que se detienen a cargar o a dejar pasajeros a discreción. Preferiblemente en zonas señalizadas por un letrero simpático que dice: “No pasajeros”. Fuerzan a la derecha tipo “por ahí voy”, es decir, echando el carro o la voladora encima. Y salen a la izquierda igual: “aquí voy yo.” Adelantito hay una señora detenida a la izquierda preguntando el precio de una mata. Todo se detiene. A ella hay que esperarla con paciencia, puede ser la esposa de un funcionario. Y ella no coge presión, además de la que la mata está muy cara. O es el chofer de una institución del Estado que compra un coctel de frutas. Una patana que se quedó medio a medio y el chofer no puso ni las intermitentes. El camión está ahí, en el medio, como una incógnita gigante. Avanzamos. Los carros se incorporan en manadas desde las calles laterales como agua de los tributarios del gran Amazonas. El tráfico es cada vez más denso. Cada nariz metida entre el trasero del de adelante, puerta con puerta. Todos apretujados. Lento, cansado, odioso. Finalmente todo se detiene: un Amet paró el paso de este sentido pues se acerca un funcionario importante. Una motocicleta de la policía bloquea la calle. Pasa otro motociclista igual, de la policía, una yipeta de vanguardia, el susodicho, otra yipeta de retaguardia, una última motocicleta. La seguridad personal de los funcionarios es una de nuestras grandes prioridades como nación. Finalmente el Amet abre el paso pero el semáforo está en rojo. Cuidado también porque por aquí hay un hoyo del drenaje abierto. Se llevaron la tapa. Si mete uno una rueda en el hoyo, problema seguro: la goma, el aro, el soporte del amortiguador, los terminales. Y ahora cualquier cosa es mucho dinero. De manera que un ojo atrás, que no te vayan a chocar por andar pegándose mucho. A los lados, que se quieren meter. Adelante arriba, al semáforo. Adelante al medio, al Amet. Adelante abajo, al hoyo. Adelante a los lados, a los que se quieren cruzar. Toda una aventura de conquista. En Santo Domingo, la calle lo tiene todo.
Finalmente veo a una ancianita en la Ángel Perdomo con Bolívar, una señora como de setenta y cinco años. Delgada, pequeña, menudita, con un abriguito azul claro que me parece innecesario para el país y la hora. Intenta cruzar la Bolívar, un martes a las nueve de la mañana. Igual de peligroso que ser tropa de reconocimiento en Vietnam. Tiene como media hora esperando un milagro. Ya ni siquiera mira en dirección a la circulación de vehículos. Mira al frente absorta. Me imagino que se dice a sí misma: “!a lo que hemos llegado! Yo agregaría: y lo que falta, que el caos no conoce de infinito. Yo también espero el mismo milagro.