La guerra tiene el rostro de mi madre. Recuerdo como si fuera hoy ver, siendo muy niño, a mi madre prorrumpir en llanto frente al televisor. Era Navidad, aquello me extrañó y solo atiné a preguntarle por qué lloraba. Su respuesta me desconcertó aún más: porque sufrían los niños en la guerra en Vietnam. Sabía que los adultos lloraban en los funerales por la pérdida de un familiar y que, en las películas, los enamorados sollozaban por un amor perdido.
No sabía que uno lloraba por las tragedias de los extraños. Ese día con mi mamá aprendí, no solo donde estaba Vietnam, que había una guerra allí, que la gente sufría en las guerras, que no era cosa de indios contra vaqueros sino, lo más importante, como comprendería muchos años después, al leer el célebre poema de John Donne, que:
“Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Leer también: Ucrania dice Rusia atacó un hospital para niños
Todo esto nos lleva a la vieja cuestión que ha atormentado a los pensadores desde el origen de la filosofía: ¿Es el ser humano malo (Hobbes) o bueno (Rousseau) por naturaleza? En verdad, los seres humanos no somos ni ángeles ni demonios. Como afirman Freud y Fromm, tenemos la potencialidad de ser malos o buenos. Es más, como señala b, basándose en el descubrimiento de “neuronas de la empatía”, podemos afirmar que la civilización consiste en un proceso continuo y progresivo de empatizar con el clan familiar, la tribu, la comunidad religiosa, la nación, la humanidad, los animales y hasta con la propia naturaleza.
Walter Benjamin afirmaba que “no hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”. En verdad, una verdadera civilización no debe ser barbárica. Porque civilizar es empatizar. Sin embargo, tras el genocidio de más de 6 millones de personas ordenado por un dictador que amaba a sus perros y a la naturaleza y el asesinato en masa de Hiroshima y Nagasaki, “nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales” (Paul Valéry). Que la civilización puede ser apenas un barniz que se diluye como la moral de los niños que naufragan en la isla desierta de la novela El señor de las moscas de William Golding. Que muchas veces “quien dice humanidad quiere engañar” (Carl Schmitt).
Ahora que, con la invasión rusa a Ucrania, las generaciones europeas que, salvo las guerras de Yugoslavia, solo vieron después de 1945 conflictos bélicos en tierras ajenas, lejanos playgrounds para guerras frías y calientes, los ven ahora trasladados a su patio trasero, afectando a “gente como uno” (Jean Maninat), recordemos que la empatía es un proceso de aprendizaje, que la compasión es una cultura que nace del convencimiento de que debemos amar al prójimo como a uno mismo, que, como dice Emmanuel Levinas, “¡la mejor manera de encontrar al otro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos!”.