Visitar los espacios donde el pueblo dominicano se relaciona es una experiencia que nos marca y nos lanza a la reflexión; cuando digo el pueblo dominicano, me refiero a la clase llamada pobre, la clase que tiene un ingreso que no les permite moverse en los espacios de lujos y costosos. Estar con ese pueblo, el cual es la mayoría, nos lleva a experimentar un calor humano y una esperanza que no brota ni se produce con dinero. Mi empírica expedición sociológica inició cuando alguien me invitó al Instituto Oncológico Regional del Cibao, dicho centro es dirigido por la Doctora Naly Cruz, menciono el nombre de la Doctora Naly, porque parece ser que su pasión y amor por las personas es contagiosa y es pasada a los servidores-empleados de dicho instituto.
El día que yo me fusioné con las vivencias del Instituto Oncológico Regional del Cibao, ese día estaba repleto de personas, los pasillos estaban llenos e intransitable. Mientras mis piernas se movían para avanzar hacia el frente, mis hombros rozaban los hombros de personas desconocidas, pero eso no importaba, éramos un solo cuerpo en busca de resolver una crisis de salud que acercaba a muchos de ellos a la muerte o al sufrimiento. El murmullo y los diálogos en tono casi de soprano retumbaban en las lisas paredes del hospital, en una salí del consultorio para observar donde era que estaban rezando, miré y me percaté del ambiente, realmente no había ningún rezo u oración, simplemente fue la combinación de ese pueblo hablando al mismo tiempo que generaba un silbido sacro. Todos se hablaban, se saludaban y los empleados del instituto servían de modelo y de motivación. Ese día noté un lado positivo en un espacio que trabaja la prolongación de la vida en un contexto de dolor y de cáncer.
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El pueblo común nos recuerda el dolor, la alegría, la espontaneidad, lo real, lo que es sin máscara, nos mueve a la raíces del dominicano de cepa, nos lleva al tronco de la cultura. Así es, el pueblo común nos recuerda lo sencillo, lo simple y lo práctico. Es que la dinámica social de ese contexto me dibujó un cuadro que me trasladó a una generación que está desapareciendo; me refiero al naranjero en la calle vendiendo sus naranjas en una bicicleta que solo él puede maniobrar, ahí me encontré con el que vende maíz sancochado, una señora vendiendo tostada, y otros vendiendo quipes, pastelitos, café y agua. Mientras yo me movía, observé que ese pueblo comía sin temor, sin vergüenza, sin poses importadas de países diferentes al nuestro, ellos comían sin pensar en las bacterias; de hecho, me provocaron un celo porque no sentía esa libertad que ellos reflejaban, la soltura de un pueblo no industrializado, un grupo de personas que se anteponen a los temores creados y vendidos por sectores que solo quieren vender sus productos que supuestamente nos hacen “más sanos”.
Esta vivencia me mostró que la herencia cultural en el pueblo común no se compra ni se fabrica, es fruto de una realidad social que los hombres y Dios nos han forjado. Disfrutemos nuestra cultura, cuidemos nuestra herencia y gocemos esas dinámicas espontáneas. Nuestro pueblo es único y debemos cuidarlo.