Los dominicanos somos bastante orgullosos de nuestro ser nacional, y de nuestra raza y apariencia, paisaje y folklore incluidos.
Pero ese ser nacional está permanentemente amenazado por la disolución de la cultura local en el “melting pot” de una globalización desordenada y anómica.
Algunos de nuestros países son relativamente resistentes al proceso de fusión cultural debido, entre otros factores, a nuestra condición de isleños, pero también a los esfuerzos de nuestros fundadores de proveernos de una serie de principios y símbolos nacionalistas, abonados con su sangre derramada en numerosas batallas, y sus diversos esfuerzos por dotarnos de una constitución, de leyes e instituciones que han afianzado las raíces de nuestra cultura y ser nacionales.
En el plano individual, la lucha por la identidad tiene terreno ganado en gran medida en la posesión de un territorio, una cultura y una ciudadanía; pero a ello también viene el aporte de la iglesia católica, documentando la institución familiar, con rigurosos registros de nombres, apellidos y status a cada individuo nacido en el territorio nacional.
Por lo que, no obstante capturar en nuestra personalidad elementos de culturas extranjeras que están en nuestras instituciones y en los medios de comunicación, los dominicanos, como individuos estamos favorecidos por esa cultura cristiana predominante, la cual, junto a la constitución y las tradiciones ponen énfasis en la individualidad y la autonomía libérrima del ser humano.
En general, la construcción de una personalidad libre, guiada por criterios propios es un problema no planteado y mucho menos resuelto aún para las culturas más avanzadas, especialmente por la ausencia de metas claras en dichas las culturas.
Lamentablemente, con excepción prácticamente del cristianismo, las corrientes filosóficas y la libertad de creencias y de cultos que han impregnado o predominado en países más avanzados, han permitido que el hombre actual, de todas las nacionalidades y culturas, no mantenga como un valor generalizado la construcción de una personalidad individual dentro de un esquema de propósitos, que promueva la superación personal constante, y a un compromiso con su sociedad hacia los mayores y más elevados propósitos de que el ser humano puede ser capaz.
El resultado es un panorama de pueblos y naciones con diferentes grados y tipos de desarrollo humano con dudosas señales de un rumbo de superación hacia ideales superiores; lo que apunta más bien hacia la disolución del proyecto humano, y hacia la postergación de un posible concierto de naciones, basado en los ideales de igualdad, respeto y amor entre los humanos.
La elección de nuestra identidad colectiva proviene fundamental y primeramente de las enseñanzas de Cristo; y, aun así, el orgullo dominicano es un sentimiento elegido por tradición y por otros valores que deberíamos investigar y enriquecer. Lo peor que le podría ocurrir a cualquier individuo o nación es perder la oportunidad de desarrollar, simultáneamente, una personalidad individual y colectiva en base a sus mejores virtudes.
Lo contrario sería actuar como Esaú, quien habiendo heredado una identidad privilegiada, atinó tardíamente a saber en qué consistía, luego de haberla perdido definitivamente.