Los dominicanos hemos tenido esta semana el privilegio de poder escuchar a -y dialogar en diferentes foros públicos con- Roberto Gargarella, jurista argentino, doctor por la Universidad de Chicago y la Universidad de Buenos Aires, con estudios posdoctorales en Oxford, académico consagrado, autor de muchísimos libros que han marcado doctrina, práctica y jurisprudencia del derecho público en nuestra América, siendo hoy, incuestionablemente, una de las cabezas mejor montadas y más fructíferas e influyentes de la ciencia constitucional iberoamericana.
Conocí a Gargarella -perdonen mis lectores este vicio de impenitente alumno del Colegio De La Salle de llamar a los compañeros por su apellido-, gracias a la destacada penalista argentina Silvina Ramírez, incitada por el admirado maestro Alberto Binder -padre fundador de nuestro Código Procesal Penal- en el año 1998, dos años después de haber publicado su influyente obra La justicia frente al gobierno: sobre el carácter contramayoritario del Poder Judicial (Madrid: Ariel, 1996). Yo era director ejecutivo en ese entonces de la Fundación Institucionalidad y Justicia (FINJUS). ¡Cuánto aprendí con él en esas 2 horas y media, conversando en un pequeño café de ese Buenos Aires siempre encantador!
De las muchas tesis e ideas avanzadas por Gargarella en sus obras hay tres fundamentales desde la perspectiva de nuestro continente. La primera es la necesidad de establecer correctivos respecto a la naturaleza contramayoritaria del poder judicial. Pese al gran apoyo dogmático de su tesis, difiero de esta porque entiendo que el rol de la justicia constitucional, definido por el propio pueblo constituyente como control del poder político y democrático, es limitar las arbitrariedades del pueblo y sus representantes.
La segunda idea fundamental de Gargarella, con la que sí concuerdo plenamente, es la de que los latinoamericanos hemos preferido alargar la lista de derechos fundamentales en lugar de concentrarnos en el diseño de los dispositivos necesarios para asegurar una organización del poder que asegure la libertad. Esta idea está perfectamente desarrollada en su obra clave La sala de máquinas de la Constitución (Katz, Buenos Aires, 2014).
Y, finalmente, hay un libro fundamental de Gargarella -que él confiesa que lo concibió “en una noche sin sueño […] en un par de horas exaltadas y extrañas”- que invito al lector a escudriñar: El derecho como una conversación entre iguales (Madrid: Siglo Veintiuno, 2021). En esa magnifica obra encontramos desarrollada la propuesta del “constitucionalismo dialógico” -más allá del simple “diálogo jurisdiccional” entre cortes- en donde los tribunales, frente a amparos estructurales de protección de derechos colectivamente vulnerados (“estado de cosas inconstitucional”, según la Corte Constitucional colombiana), disponen, entre otros recaudos, audiencias públicas para escuchar la voz de los afectados.
Cuando Oscar Wilde escribió The importance of being Ernest –La importancia de llamarse Ernesto- quería jugar con la dualidad entre la palabra “earnest”, que significa serio, honesto, en inglés, y el nombre Ernesto. Por eso el título de esta columna: Gargarella quiere definitivamente tomar en serio los derechos -como Ronald Dworkin- y, por eso, toma en serio la organización del poder. Una organización del poder para la libertad basada en la deliberación de ciudadanos iguales en derechos, que asume, con todas sus consecuencias, que el inevitable “drama de nuestro tiempo” es más la “crisis de la democracia” (la desigualdad) que la “crisis de los derechos” (la libertad).