El régimen democrático dominicano, visto desde su lado más tenebroso y oscuro, sigue retenido por la inconsciencia ciudadana, la ausencia de valores éticos, el partidismo político, el presidencialismo y la impotencia -a veces temerosa y otras cansada y desilusionada- del ciudadano.
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A falta de ideales compartidos y de proyectos y valores comunes, la sociedad dominicana se subdivide políticamente bajo el embrujo de distintas personalidades y de la publicidad que pretende ennoblecerlas. En medio de esa muchedumbre de egos, se adoptan voluntariamente acuerdos, reglamentos, disposiciones, decretos, leyes y constituciones políticas que -no solo quienes los firman y proclaman, sino la misma población en general- los acata con la velada intención de incumplirlos y violarlos.
De ahí que la realidad sociopolítica dominicana está conformada por un cementerio de leyes incumplidas y de 39 textos constitucionales ineficaces. El mal funcionamiento del aparato institucional dominicano deviene cada día más vulnerable.“Dirigentes”, “líderes” y “estadistas” suben y bajan, desleales e inútiles todos y cada uno de ellos a la hora de erradicar el individualismo y la permisividad que los conduce a creerse predestinados para desconocer los derechos ajenos y apropiarse de manera arbitraria e ilícita de los bienes públicos.
La cosa así, todos han demostrado su incapacidad para romper el vínculo entre el poder económico y la influencia política que rige el destino de la sociedad dominicana. Mientras tanto, pareciera ser que no hay forma de institucionalizar la sociedad bajo la égida de un bien común establecido por la voluntad general de la población y la subsecuente convivencia de todos y de todas por igual.
Como sentenciara Federico C. Álvarez, “por una especie de supervivencia atávica del pensamiento continental europeo, el pueblo dominicano conserva la ideología de los tiempos coloniales, proclama todavía el principio de la abstención política y entretiene la mental ilusión de que alguna vez encontrará un amo, un “buen déspota”, que realice por sí solo todos los populares anhelos de justicia, libertad y prosperidad”.
Por esa dura realidad, Álvarez reafirma que la única forma para salvaguardar la sociedad dominicana de déspotas es la democrática. En tanto que construida con base en la participación y cooperación ciudadana, la democracia supera aquel atavismo en la medida en que la política deje de ser asunto de “políticos profesionales”.
En verdad, lo que se conoce y practica como “política” en el país parece ser manzana envenenada cultivada por profesionales en una agrupación o partido socio-político que defiende sus intereses individuales y/o particulares, mas siempre de espaldas y por encima de los intereses de quienes dicen representar y servir. Se consolida así una clase política que, contando con honrosas excepciones, prescinde de valores, principios e ideologías políticas, pues solo vela y atiende su cuota de poder y de riqueza en la plaza pública.
Pero, dando un paso hacia delante en ese diagnóstico, ¿cómo caracterizar la práctica política dominicana a su arribo al tiempo presente?
Lo ideal y esperado hubiera sido el surgimiento de un proceso democrático que realmente quiebre el ejercicio de “el poder por el poder” y supere un ambiente cultural en el que “to e to y na e na”. Sin embargo, atrapados en el reino del descrédito y la desconfianza, ese cambio de rumbo es muy improbable que resulte de meros retoques cosméticos de “marketing” estratégico, de discursos correctos y de abultadas promesas electorales, ajenos todos al rendimiento de cuentas y a un efectivo e imparcial régimen de consecuencias.
El régimen democrático dominicano, visto desde su lado más tenebroso y oscuro, sigue retenido por la inconsciencia ciudadana, la ausencia de valores éticos, el partidismo político, el presidencialismo y la impotencia -a veces temerosa y otras cansada y desilusionada- del ciudadano.
Independiente de interpretaciones y calificativos idóneos para caracterizar la realidad que se vive en el mundo político dominicano, lo innegable es que su alegada democracia está sobrepoblada hoy día por émulos del rey Midas, pues desvirtúan todo lo que tocan. Sobresalientes gobernantes y prohombres de esa Frigia caribeña corrompen todo lo que administran con el mismo oro que compra la modernización y desinstitucionalización de un país entero.
Así, pues, del reino de ese mundo, es menester rescatar la conciencia crítica de la ciudadanía. Ese estado de conciencia es el que se enseñorea de ciudadanos valederos por las ideas, principios, valores y lealtades que los llevan a sacrificarse voluntaria y conscientemente por la patria grande, así como a ser razonables, secundar la palabra empeñada, implementar mejores políticas públicas, rendir cuentas por la última mota y chele, apartarse de legítimos intereses particulares, confirmar el ordenamiento jurídico del país y por fin abonar -con su ejemplo- la promoción recíproca de cada miembro de la población como principio y fin último de una sociedad dominicana cada día más recta y democrática.
En aquel escenario político y ante ese desafío de formación, no se trata de ser optimista, realista o pesimista, sino de reconocer veraz y objetivamente si en medio del proceso dominicano de composición nacional se sigue reproduciendo el antiguo régimen bautizado por la población en general como el del “más de lo mismo”.
Dicho régimen estaría repleto de mediocres dedicados a la “mediocracia” política del extremo centro, en palabras de Deneault; o bien, de ineptos y corruptos entregados a la “ineptocracia”, según la terminología supuestamente empleada por el filósofo francés Jean d´Ormesson y que el profesor de Georgetown, Jason Brennan, advierte que atenta “contra la democracia”.
Si ese fuere el caso, tal y como parece evidenciarse de manera verificable, la democracia dominicana, en tanto que convertida durante poco menos de 60 años en una caricatura ineptocrática o mediocrática, se asemejaría a un régimen títere en el que los ineptos y mediocres más dispuestos para mandar son elegidos por los que disimulan ser menos ineptos eligiendo representantes y produciendo bienes y servicios. Es por tanta ineficiencia que el estado de cosas resultante explicaría e ilustraría la espiral decadente de una variante democrática desvirtuada intrínsecamente, pues en ella trepa, mandan y progresan quienes más compran y venden como algo habitual votos, voluntades y conciencias.
Ante tal eventualidad, imposible no esclarecer por fin la vinculación trazada entre democracia dominicana y su variante en manos ineptas y mediocres. Como ha de verse, para ello hay que partir de lo que es evidente en sí mismo: la fiebre de la democracia no está en la sábana institucional, sino en el cuerpo social dominicano. La Constitución, las leyes e incluso la gran mayoría de instituciones dominicanas no son débiles e infecundas en sí mismas, no obstante ser transgredidas todas ellas con tan alta frencuencia que las violaciones han llegado a ser alarmantes y consuetudinarias.
Fernando I. Ferrán es profesor investigador de la Pontifica Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).