Estando hospedado en un hotel de Atlanta, Estados Unidos, vi y escuché en un programa de televisión a una señora cuando decía que después de más de cincuenta años de casada descubrió que su esposo tenía otra mujer con quien había procreado varios hijos.
Sus ojos inundados en lágrimas eran la evidencia de su ira, dolor y frustración.
Le resultaba difícil creer que el padre de sus hijos, a quien conoció siempre como un hombre amoroso y trabajador, pudiera haberla estado engañando y por tantos años.
Los seres humanos somos una caja de sorpresa.
Conocer el carácter real de una persona puede tomarse mucho tiempo.
No siempre la sonrisa y la mirada revelan lo que hay en el corazón.
En los negocios, en la política, en las relaciones y, hasta en la religión, suele ocurrir que no todos actúan con integridad.
Cuan valiosas son las personas cuyas palabras salen siempre conforme a lo que hay en su interior.
Todos desean disfrutar de buena reputación pero no todos están dispuestos a pagar el precio.
Como es cierto que con la maldad, la mentira, el engaño y la trampa se suelen conseguir beneficios, muchos intentan valerse de ellos apostando a que siempre saldrán inmune de sus consecuencias.
Hace unos años en un estado de Estados Unidos ocurrieron varios robos de bancos. Gran sorpresa se llevaron los ciudadanos cuando el FBI descubrió que el autor había sido un reconocido ejecutivo de negocios.
Los miembros de su propia familia fueron los más impactados.
Es difícil tratar con alguien cuyas palabras no guardan coherencia con lo que hay en su corazón.
El rey David dijo: “Sean gratos los dichos de mi boca y la integridad de mi corazón delante de ti, oh Jehová” (Salmos 19:14).