La izquierda y la cuestión venezolana

La izquierda y la cuestión venezolana

El discurrir del proceso político en Venezuela, sobre todo en la última década, es crucial para la izquierda latinoamericana y del Caribe. El punto más saliente de ese proceso ha sido lo acontecido antes, durante y después de las elecciones del pasado 28 de julio, agravado por la proclamación de un nuevo gobierno de Maduro por la cúpula cívico/militar el pasado 10 de enero, el cual es considerado ilegítimo por los principales gobiernos de izquierda de la región surgidos de procesos electores, y por la generalidad de los países occidentales. La posición de todos ellos es que sin las actas que lo validen no hay reconocimiento. Por tanto, la cuestión venezolana plantea a la izquierda el ineludible debate sobre la democracia, la legalidad/legitimidad y la alternancia en el poder.

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En efecto, cuando los gobiernos de México, Brasil y Colombia, principalmente, le plantearon a la cúpula cívico/militar venezolana la necesidad de que aceptara una entrega del poder si perdía las pasadas elecciones, esta buscó todo tipo de subterfugios para no comprometerse con tal eventualidad. En su agenda no estaba salir del poder, sin importar cómo ni consecuencias. La alternancia en el poder como principio electoral básico de la democracia no está en la cabeza de cierta izquierda, de esa que ha perdido el sentido del tiempo y de los tiempos de la política y que, por lo tanto, de hecho, es derecha pura y dura. No de la derecha tradicional, sino de esa que se corrompe y aferra al poder porque de este hacen su fuente de acumulación originaria de capital. Es la que gobierna en Venezuela.

Discutir sobre la naturaleza del régimen venezolano es la cuestión. La cúpula cívico/militar se mantiene en el poder despreciado la única forma de demostrar que su hegemonía/legalidad descansa en una mayoría obtenida en las urnas: las actas. Por tanto, ha optado por la fuerza. Parafraseando Hobsbawm, allí donde se elige la fuerza sobre el consenso los resultados, a la larga, son contrarios a la consolidación de la democracia, a la institucionalización. Cuando esto sucede, el poder descansa en el fusil, en una cúpula generalmente corrupta, nunca en el pueblo. Entonces a la mejor parte de este le quedan dos opciones:  alejarse pasivamente de ese poder y, como es el caso, si tiene posibilidad abandonar el país. Ocho millones de venezolanos lo han hecho. Una tragedia.

Algunos sobredimensionan el factor externo en la crisis de ese país, situándolo como como centro de su análisis y no en la situación concreta que vive la sociedad venezolana. La fractura social, que expresa esa sostenida cantidad de emigrantes, posiblemente la mayor en el mundo, la merma de la producción de petróleo, cerca de un millón de barriles, lejos de los cinco de una vez, aparte del saqueo de los activos de PDVSA por civiles y militares, una economía en bancarrota al punto de ser de las más pequeña de la región, con los barrios populares como Petare donde la mayoría es desafecta al gobierno, entre otros, elementos caracterizan el régimen.

Sin minimizar, ni mucho menos negar, que las sanciones, los bloqueos y las acciones de la ultraderecha internacional (y nacional) tienen efectos desestabilizadores y que lastran la economía, es el pésimo manejo de esta, la corrupción e incompetencia de la cúpula cívico/militar la principal causa de la trágica caída de Venezuela en términos de indicadores económicos claves para medir su desarrollo y a pobreza. El argumento de que el régimen es hostigado por la ultraderecha internacional y por sectores más recalcitrantes de los EEUU es insuficiente para apoyar un régimen que se sostiene con el “mazo dando”… y robando. Tampoco con el inconsistente planteamiento de que constituye injerencismo reclamarle respeto a la legalidad y a principios electorales básicos.

Esto último es lo que han exigido gobiernos progresistas como de México, Brasil, Colombia y Chile, además de figuras del mundo de la política, la cultura, la academia y la intelectualidad de incuestionable solvencia ética y profesional. Algunos autores, como Hobsbawm, que pasó largas temporadas en Italia, dicen que fue en ese país donde se desarrolló una teoría marxista de la política. Entre los elementos más salientes de dicha teoría se destaca el planteamiento que ningún estado se mantiene sólo con la fuerza, sino con la construcción de consensos. A esta conclusión llegó Antonio Gramsci en su búsqueda de una vía hacia el socialismo. Sólo en el debate, en la lucha de ideas, en breve, en la esfera de la democracia, puede construirse el consenso como base de la gobernabilidad.

Hoy día, con el sostenido desarrollo de los medios de comunicación en todas modalidades, quien piensa que es posible un proceso de transformación social basado en la fuerza y no el consenso está absolutamente fuera del tiempo. Al margen del tiempo está esa cúpula cívico/militar que quiere el poder a perpetuidad. La izquierda que apoya barbaridad es minoritaria, afortunadamente. La otra, la mayoritaria, no lo hace por razones de principios, por sentido de la historia sabe que de hacerlo deberán olvidarse de toda posibilidad de llegar al poder por la vía electoral. Firmaría, por tanto, su acta de defunción.

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