“Mi único problema es esa inapelable tentación de tu cuerpo”, dice Pablo McKinney en Después del fuego (Santo Domingo, Ministerio de Cultura, 2014), poemario con el que plasma el arte de la creación verbal con el tema del amor expresado con encanto y belleza, como lo consiguió el reconocido escritor y comunicador de Baní.
Tres cosas me llaman la atención de Pablo McKinney: la devoción por sus parientes, eco de una alta valoración familiar, que lo engrandece; la exaltación de Baní, fuero de su vínculo histórico y telúrico, que lo enaltece; la valoración de la mujer, señal de su honda sensibilidad, que lo exalta, como lo revela su creación lírica, simbólica y amorosa.
Esos tres rasgos de su talante genético, afectivo y espiritual brillan en su obra, canal de sus inclinaciones intelectuales, vivenciales y estéticas.
El amor genera un fuego erótico, una energía encendida y una entusiasta emoción que culmina en el éxtasis de la carne, tras la llama de sensaciones y emociones atizadas por una pasión que desmaya los sentidos.
Pablo McKinney tiene una nombradía nacional por la ingeniosidad de sus ideas, las intuiciones de su intelecto y la chispa de su lenguaje original, virtuoso y ejemplar. El distinguido autor de “El bulevar de la vida” es también poeta del amor.
Salir airoso y encomiable en las lanzas del romance poético es una proeza, como lo fuera para Apolinar Perdomo, Fabio Fiallo y Héctor J. Díaz, que no sucumbieron ante los requiebros tentadores de la pasión erótica.
Pablo McKinney se eleva en el arte amatorio con una lírica de alto vuelo y profundas vivencias emotivas a la altura lírica y estética de Emilio García Godoy, Héctor Incháustegui y Mariano Lebrón Saviñón.
Con la nostalgia por la ausencia de la amada expresa la soledad que lo embarga y la pena que lo aflige sin caer en el despecho:
Hoy, tus días de ausencia me conmueven a mí que no confío
ya en más revolución que la de tu cuerpo fundido con el mío (…).
Y ahora que te vas y ya me faltas,
debes saber que tu ternura ha venido a salvarme (p. 16).
Es reiterativo en sus lamentos y desvelos por la ausencia de la amada y por aquello que no pudieron compartir, según dice San Juan de la Cruz en Cántico espiritual, “Aquello que me diste el otro día”. Parece que no hay amor sin dolor, ni dicha sin pena, ni pérdida sin consuelo. Su sueño de hacer “de un lecho el cielo”, como lo expresa el poeta banilejo en estos versos: “Recordarás mis desvelos por tus días, mis torpes sueños, el hijo que no tuvimos, las misas que nos perdimos. Aquel día en que inventamos nuestra loca manera de hacer de un lecho el cielo y de una bahía y su mar sin olas nuestra mejor historia” (p. 20).
Son las palabras el vehículo del amante que transmite lo que siente y, si tiene la capacidad para versificar, no duda en poetizar sus sentimientos para hacer de la pasión carnal la fragua de una vivencia con el arte de la creación: “¿Y qué sería de las palabras, si antes de serlo no acariciaran tus labios? ¿Qué sería de mis versos sin tu palabra, de mis penas sin tu risa? ¿Qué sería de mis sombras sin tu luz, de mis noches sin el tormento de tu recuerdo?, de mis ojos sin las lunas repetidas de tus senos” (p. 22).
El amor idealiza a la persona amada y a veces llega a la mitificación de sus atributos. Eso es parte de la pasión amorosa; de ahí la exaltación no solo de la parte atractiva del cuerpo físico sino de la dimensión espiritual por lo que una relación amorosa, genuina y plena, enlaza cuerpo y alma para la vivencia fecunda del sentimiento que inmortaliza a los mortales, como lo siente nuestro poeta cuando escribe: “Dormida te pareces al mar cuando amanece. Entonces tu sueño es el mejor momento para pensarte, para amarte desde el silencio de tu cuerpo” (p. 32).
Al cantarle al amor, nuestro poeta siente el anhelo de vincular ese sentimiento inspirado en el encanto sensorial que relaciona con una apelación divina al evocar la energía invisible de la sacralidad, como lo revelan estos versos: “En fin, muchacha (en cuyas caderas podría bailar el universo, de cuyos labios parece brotar toda la miel del mundo), te propongo saludar la vida juntos para que el sol del amor y su Dios nos ilumine” (p. 34).
El vínculo de lo humano con lo divino es la tentación que nuestro poeta no puede obviar en atención a la exaltación de los sentidos ante la vivencia de lo que los antiguos griegos llamaban “la dolencia divina”.
Eso lo sabe, lo vive y lo expresa nuestro poeta al escribir: “No estoy seguro de que existan duendes y fantasmas, cronopios, centauros y unicornios. No sé si del mar nacen estrellas, si de la brisa de una montaña puede surgir un abrazo o puede morir de amor atormentado un pez en su tristeza.
Yo no lo sé, pero estoy seguro que de tu cuerpo y el mío, de mis besos y los tuyos, de nuestra alma y nuestra fe ha surgido un amor para no morir sino en el cielo… la eternidad o cualquier día” (p. 37).
Como Amado Nervo en “La amada inmóvil”, Pablo Neruda en “Quiero escribir los versos más tristes esta noche”, o “Mujeres” de Ricardo Arjona, nuestro poeta sabe que para los hombres genuinos nada humano inspira tanto como la mujer, nada material mueve tanto como la mujer y nada sensorial emociona tanto como una mujer dotada de belleza, gracia y luz, que ha inspirado grandes obras literarias, que ha concitado grandes hazañas en la historia y ha emocionado los corazones de los hombres.
De ahí el arrebato del autor de Después del fuego; de ahí las metáforas deslumbrantes de sus inspiraciones amorosas; y de ahí la pasión que encabritan sus palabras con la más ardiente de las apelaciones entrañables y la más emotiva de sus fulguraciones verbales:
Sus piernas son torres de felicidad
templo terrenal donde caminar y orar sin tiempo
vuelo seguro hacia la eternidad de un segundo.
¡Ay de la vastedad de tus caminos hacia el paraíso que los une! (p. 73).
Índice de su talento creador, Pablo McKinney tiene intuiciones poéticas inspiradas en su valoración de la mujer, como lo expresa esta perla lírica: “Yo, como Dios, el día que me imagines…existiré” (p. 85).
Nuestro poeta no se cansa de ponderar el imaginario que le inspiran las hijas de Eva por el esplendor de su belleza rutilante: “¡Ay!, lo que puede el fulgor de una mirada, la pasión de verte desde la profundidad de tu centro hacia el cielo inmenso de tus ojos…” (p. 86).
Esa devoción por la mujer ha parido este poemario inspirado en los encantos de la amada: “Nada de esto es culpa mía, sino del embeleso que dejó su presencia en mi alma. Culpas del rojo velero de sus labios ajenos” (p. 87).
El “santo fornicio”, pasión que encabrita los sentidos y que Pablo Mckinney suele mencionar en sus enjundiosos artículos -genuina joya de sus comentarios sociopolíticos- el hacedor de estos versos despliega su ingenio creador a la luz de las floridas apelaciones de las incitantes mujeres que desde Adán tumban a los hombres con sus arrebatadores deliquios.
Con el adobe de la fascinación lírica y el despliegue de metáforas ardientes, el agraciado poeta banilejo, lejos de sucumbir en el pozo de la cursilería, exalta el lenguaje de la pasión erótica, logra una poesía memorable y enaltece el arte de la creación verbal con la elegancia del sentir y el primor del buen decir.