Por EFRAIM CASTILLO
…la fuente original del lenguaje y del conocimiento no está en la lógica sino en la imaginación.
—Friedrich Nietzsche.
(Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. 1873) [1]
En una calurosa mañana de las vacaciones de 1951, mi amigo Johnny Harootian (RIP) y yo nos dirigíamos hacia la fuente de agua que forma el balneario La Toma, distante unos seis kilómetros de San Cristóbal. Este afluente del río Nigua fue el primer río represado por los españoles en el nuevo mundo (1520) y servía hasta hace poco de acueducto para San Cristóbal y las poblaciones vecinas, debido a la pureza y rico contenido mineral de sus aguas. Como La Toma se encontraba dentro de los terrenos de la Hacienda Fundación, Trujillo la convirtió en una piscina privada, aunque la ciudad de San Cristóbal y el país podían tener acceso a ella con el permiso de la autoridad provincial. Yo contaba entonces con diez años y mi amigo Johnny con ocho.
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A mitad de camino entre La Toma y San Cristóbal, Trujillo había construido, en 1940, una residencia campestre a la que todos apodaron La Caoba, levantada al pie de una colina rodeada de árboles. Frente a La Caoba se erigió un puesto militar para proteger la residencia y al acercarnos al puesto militar, Johnny y yo vimos pasar por nuestro lado un carro que aminoró la marcha y luego se detuvo delante de nosotros; ambos nos miramos asustados cuando el vehículo dio marcha atrás y llegó hasta donde nos encontrábamos. Al detenerse frente a nosotros, observamos en el asiento trasero al hombre que veíamos transitar a menudo por la Avenida Constitución de San Cristóbal y al que todos llamaban El Jefe. El rostro de Trujillo, resplandeciente bajo un sombrero de palma toquilla, cuyas alas se movían nerviosas con la brisa, se volvió hacia nosotros y su boca se abrió, brotando de ella tres palabras que sonaron aflautadas, poderosas, como articuladas para despertar temor:
—¿Adónde van ustedes? -preguntó Trujillo y Johnny me miró asustado, como pidiéndome que fuera yo quien contestara la pregunta.
—Vamos a La Toma, señor… —respondí.
Observándonos de arriba hacia abajo, Trujillo comprendió que no éramos dos huérfanos, ni que estábamos allí para hacer daño, por lo que el hombre más respetado y temido del país percibió que esos dos niños con trajes de baño en sus manos decían la verdad. Entonces, esbozando una sonrisa que parecía un rictus de aprobación, de benevolencia, nos preguntó por nuestros padres:
—¿De quiénes son hijos, ustedes? —preguntó como para que soltáramos el miedo que nos envolvía.
—Yo soy hijo del capitán Castillo, y él de Jack Harootian, el hijo de miss Mary, la profesora de inglés.
Casi sonriendo, Trujillo volvió a mirarnos de arriba hacia abajo, y lanzó como un torpedo:
—¡Oigan, si van a tumbar y comer mangos, no dejen las semillas en los potreros para que mis vacas no se ahoguen! —y entonces ordenó a su chofer que prosiguiera la marcha.
Aquel día del encuentro con Trujillo, ni Johnny Harootian ni yo nos bañamos en La Toma. ¿Para qué, si estábamos muertos de miedo y deseosos de regresar a nuestros hogares? Johnny me detalló después que su madre no le dio mucha importancia a lo acontecido, y yo le confesé que la mía no me había creído.
—¿Cómo? —Se sorprendió Johnny—. ¿No te creyó?
—No, Johnny, no me creyó.
Lo que Johnny no sabía era que mi madre se había acostumbrado a mis invenciones constantes, a una manía que vivía en mí y me impulsaba a inventar historias, a contar cosas que se incrustaban en mi mente, ya fuera de noche mientras soñaba, o cuando en mis momentos de soledad me transportaba a lugares fantásticos, teñidos de colores brillantes y enmarcados de orlas doradas. Esa manía, esa costumbre -al parecer- había nacido conmigo y se fortalecía con la lectura constante de los libros de la biblioteca de mi abuelo, Alberto Arredondo Miura, heredada por mi madre y la que, tras las constantes mudanzas debido a los traslados de mi padre, se alojaban en múltiples baúles en la habitación que yo ocupaba. Luego, esa manía se alimentaba con paquitos, esos cómics que vendían en forma de revistas o se insertaban en el diario favorito de aquella época, El Caribe.
En mi infancia, al narrar algo, inventaba historias y me hacía cómplice de lo narrado, porque narrando me convertía en Superman, en Mandrake El Mago, y podía cabalgar sobre el caballo del Fantasma o hacerme invisible a pleno día. Pero también me convertía en los maravillosos personajes de Dickens, en el lobo de Caperucita, me transfiguraba en un enanito de Blancanieves, o en Hansel, el hermanito de Gretel, emulando a los hermanos Grimm. Narrando, debo confesarlo, me transformaba en otro, en el sujeto de lo narrado y podía combatir las injusticias del mundo, porque sospechaba que el país estaba plagado, tal como hoy, no sólo de injusticias, sino de prepotencias, de presunciones, de odios y crímenes. Para mí, narrar era ser libre, ser héroe y antihéroe. Y por esa manía —que me hacía cómplice de un mundo fantástico y me ataba constantemente a la invención de ficciones— mi madre confundió el episodio de Trujillo con lo que ella consideraba otra de mis mentiras, otro de mis escapes a un mundo ajeno, donde en mi imaginación bullían hadas, superhéroes y conquistas. Sí, por eso mi madre no creyó que hubiera hablado con Trujillo y me obligó, frente a una imagen de la Virgencita de la Altagracia, a jurar que sí, que era cierto que yo había hablado con El Jefe.
Cuando en 1952 San Cristóbal estrenó el Instituto Politécnico Loyola, el profesor Batista, quien viajaba diariamente desde Baní hasta la academia, descubrió esa manía que me dominaba y en uno de los recreos se acercó a mí para preguntarme:
—Castillo, ¿por qué cuentas tantas historias falsas? ¿Por qué inventas episodios inexistentes en las conquistas de Alejandro Magno y Julio César?
Y mi respuesta al profesor fue sincera:
—No las invento, profesor. Ellas están ahí, en mi mente, y no las puedo dominar.
Al escuchar mi respuesta, el profesor Batista sonrió y me conminó a que le escribiera una de las historias que bullían en mi imaginación, y ese fue el nacimiento de llevar al papel y escribir las invenciones de mi mente. A partir de entonces comencé a escribir en cuadernos los mundos ficticios que desfilaban por mi cabeza. Y al escribir, también descubrí que podía dominar los argumentos, que podía dirigir las palabras desde delante hacia atrás y combinar verbos y, descansando los sustantivos sobre tropos increíbles, podía ajustar las historias y fortalecer las proezas de los héroes y transformar situaciones dramáticas en hilarantes y las trágicas en festivas. Al volcar en el papel las ficciones, daba salida a mis demonios a través de la catarsis y una tranquilidad —motivada por la certeza de que la ficción que habitaba en mi cabeza fluiría a través de la escritura— selló el empleo fonético de aquellas mentiras, convirtiéndolas ahora en narraciones, en literatura.
Leyendo biografías de escritores, músicos, pintores y filósofos, me enteré de que yo no era un caso aislado con mi manía de narrar, porque ese hábito instintivo también impulsaba a Isaac Asimov a encerrarse en espacios cerrados desde donde laboraba ocho horas al día los siete días de la semana, produciendo una media de treinta y cinco páginas diarias, que sólo revisaba una vez para no perder el tiempo. O cuando esa manía de narrar [lástima que por un tiempo tan reducido] llegaba hasta Juan Rulfo y lo empujaba a escribir donde aconteciera, haciéndolo en papelitos de colores que luego pasaba a cuartillas para ordenarlo todo.
La manía de narrar, desde aquella memorable escritura registrada en la historia, escrita por Gilgamesh en el Siglo XXVII a. C., ha sido la bujía, el aliento que lacra ese tercer discurso que tan bien definió Pier Paolo Pasolini y que los griegos —Aristóteles entre ellos— se atrevieron a llamar locura poética, éxtasis y arribo temporal al mundo verdadero.
Sí, fue la manía de narrar lo que me llevó en 1982 a convertir a Beto Pérez en el personaje principal de un episodio histórico que me atormentaba: la frustración revolucionaria por la derrota de abril, así como los destinos de sus héroes y la quiebra de los sueños redentores. Esa manía de narrar, ese hábito impulsivo, convirtió los mitos que me acechaban, los marasmos y encrucijadas que me espantaban en palabras situadas y aposentadas en relatos, en dramas e, inclusive, en anuncios publicitarios, cuando la creatividad, entonces, se vendía en boticas y ahora en la Internet.
Así, convertí mi manía de narrar en una especie de capa enmascarada en sí misma, domesticando lo que György Lukács enunció como “la cierta dispersión de una copresencia de instantes irrelatados”[1]; sobre todo, cuando la negación de mis sueños se aferraba como esencia, como pudor, o como melancolía y exorcismo, al momento de los grandes empujes y cambios de las fuerzas sociales que movían al país, y entonces unía quimeras, irrealidades deliradas y espasmos de goces, con el discurso inexorable de la historia.
[1] Lukács, György: Estética 2. Editorial Grijalbo, 1966.