La Mancha Parda

La Mancha Parda

Empiezo por decir que esto no me lo contaron. No lo leí, lo soñé o imaginé. Es de primera mano. Por eso es bueno andar a pie. Recorrer el país, bajarse en los colmados y en las galleras. Hacer las filas. Esperar en las paradas de voladoras. Hablar, preguntarle a los bomberos, a los gomeros, a la que despacha o a la que fríe los yaniqueques. Para no pasar del pulcro manual en inglés a los “diagnósticos” de la sociedad dominicana. Estos siempre están fríos como los muertos, pero es del aire acondicionado. Y es interesante porque está ahí mismo, frente a las narices de todos, frente a las narizotas francesas de nuestros “liberales” que gustan tanto del sol en la playa. Por supuesto, desde la terraza de un buen hotel. De capital extranjero, ¡faltaba más!

Todos hemos visto una soga que ponen en algunos lugares en la playa describiendo un rectángulo. A veces es blanca. Antes las había visto en las películas americanas pero, la verdad, nunca me había detenido a pensar su real significado. Obviamente, se trataba de delimitar un área de seguridad o de vigilancia por parte del salvavidas. Pero, ¿quién la pone? Estamos hablando de la playa, es decir, del agua. Todavía no hablamos de la franja de 30 metros medidos a partir de la pleamar (hasta donde entra el mar en marea alta). Obviamente un espacio público. ¿Quién pone la soga? Debía ser un funcionario, vale decir, un empleado público con autoridad para ello. ¿Es así? No. La soga la pone el hotel.

Ante nuestro obvio desorden institucional, carencias de todo tipo, ignorancia y demás, pongamos por caso que la pone el hotel puesto que ninguna autoridad pública se ocupa. Lo mismo pasa con la limpieza de la playa: no hay quien se ocupe en el sector público ni las instituciones y funcionarios más cercanamente vinculados al turismo. Su premisa parece ser: “el hotel es quien se beneficia de la playa, que la limpie él.” Y es posible que sea el hotel quien limpie la playa y ponga la soga. (Lo del beneficio no es mentira, como no lo es la inconsciencia sobre la disposición de desechos por parte de la población) La pregunta que sigue es: ¿entonces ello le da derecho al hotel a decidir quién se baña dentro del contorno de la soga o se recrea en la arena de su frente? Pues resulta de que no, que la única manera que tiene un agente privado para restringir a otro en su paso o reposo es la propiedad privada del lugar. Y ni la playa ni la franja de treinta metros son ni pueden ser propiedad privada. Por lo menos según la Ley. ¿Es así? Bueno, casi…

Yo estoy en Bayahibe, con el agua hasta el pecho, parloteando con unos amigos de hace cinco minutos. Que de dónde tú eres, que de Bonao, que tú si andas perdido, que lo que pasa es que nací en Bonao pero me trajeron chiquito a Higuey, que qué tú haces, que trabajo en ventas, que y tú qué haces, que soy corredor de bienes raíces, que qué buena está el agua porque está friíta pero no se siente por el calor que hace afuera, que sí que así es que es bueno, que viste la venezolana de la orilla, que no que no es venezolana, que es del Cibao. Hasta que salta la liebre:

– ¿Y esa soga?

– Es de ese hotel que está ahí al lado. No puedes pasar.

– ¿Cómo que no? Eso es público.

– No, ahí hay unos “guardias” y no te dejan pasar.

Pasa la conversación a otra cosa, pero me queda la bolita girando en algún lugar del inconsciente. Y no es “la soga” sino un cúmulo de sensaciones. La principal, ¿por qué en este país todo el mundo hace lo que se le da la gana? Sobre todo los extranjeros, que son los que menos arraigo tienen (por no hablar de derechos). ¿Por qué usted va a cerrar una calle? ¿Por qué va a privatizar la calzada frente a su casa? Y entonces (¡lo que hacen los tragos!) me digo:

– ¡Deja ver!

Y agarro mi neverita, mis dos perritas y arranco a caminar hacia el hotel de marras. Cuando voy a atravesar la proyección del lindero, puntualmente se me acerca un “seguridad” uniformado:

– Señor, usted no puede pasar.

– ¿Cómo de que no? ¿Por qué?

– Es que este lado es el hotel.

– No señor, esta es la franja de los treinta metros. Esto no es del hotel, esto es área pública.

– Señor, por favor, no puede pasar: Ahí hay un letrero.

Un poco lo que decía antes. En este país, usted va a Valle Nuevo, selecciona una parcela y le pone un letrero: “Esto es mío”. Y ya está, ya se hizo con la parcela. Ya tiene “derechos adquiridos.” Y en gran medida esa es la historia inmobiliaria del país. Por eso en las ciudades no hay una calle que se extienda por más de diez cuadras. La historia de las ocupaciones es la de una sábana de retazos.

– ¿Un letrero? Pero cualquiera hace un letrero. No es lo que diga el letrero, es lo que diga la ley.

– Señor, por favor, no puede pasar.

– Bueno, mira, yo voy a pasar. Si yo estoy violando la ley, lo que tú tienes que hacer es arrestarme. Si no te atreves, lo que tienes que hacer es llamar a un Politur y decirle que me arreste. Ahora, te advierto: en este espacio tú no tienes autoridad.

Y pasé. Caminé unos diez metros y me senté en la arena con mi neverita y mis dos perritas. El hombre titubeó, pero tras unos segundos me siguió. Se le habían unido otros dos. Insistió:

– Señor, hágalo por mí. Hágame ese favor.

– No pana, no tengo por qué limitar mis derechos.

Uno de los acompañantes comenta:

– Si es en Casa de Campo no lo hace.

Realmente no sé qué quiso decir con eso, pero se abren dos posibilidades: que Casa de Campo tenga la fuerza policial y política para realmente hacer lo que le da su gana por encima de la Ley. O que no haya acceso peatonal a su frente de playa, por lo que nadie puede llegar aunque quiera. Esto último sucede aquí bien cerca, en Juan Dolio, en que las casas han cercado a lindero cero para que no pase nadie.

Llamaron al Jefe de Seguridad. Un señor de mediana edad, negro y barrigón. Vestía una chacabana blanca y traía un radio en las manos. Llegó con actitud autoritaria y “resolvedora”. Para los que gustan encontrar en todos los contrastes un evento de racismo, se supone que en esta situación el blanco soy yo.

– ¿Qué pasa?

Le explican. Yo insisto:

– Lo que ustedes tienen que hacer es arrestarme…

Pero no se atrevieron. De hecho mantuvieron una distancia de respeto. Que luego yo no pudiera alegar nada. Dice el jefe de seguridad:

– Por eso es que este país está como está, porque todo el mundo quiere hacer lo que le da la gana.

– Pero amigo, el que quiere hacer lo que le da la gana es su hotel.

– Mire, por ejemplo, esa gente que se baña ahí –señala la mancha parda, los dominicanos que no se atreven de este lado-, ellos sí son conscientes. Ellos saben que de este hotel es que vive la gente.

– Bueno, yo no soy tan consciente.

– Déjalo que se quede. Déjalo, y cuando se vaya, si quiere, que se lleve un pedazo de playa.

– No, amigo, los que se roban las playas en este país son los políticos, no yo.

Y me quedé. Atrás, la mancha blanca (la de turistas) me veía con curiosidad. A lo lejos, la mancha parda ya se había olvidado de mí. De lo que estoy seguro es que a los abanderados de los derechos humanos nunca los vamos a encontrar entre los pardos.

 

 

 

 

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