Yo, como miles de conciudadanos, asistí a la marcha del pasado 22 de enero. No fue, como dijo uno de los paniaguados del gobierno, una manchita de verde deslavado. Todo lo contrario. Mediante una metodología práctica y creativa que ideó uno de los jóvenes marchistas, la asistencia no fue de menos de 125 mil personas, una cifra considerable dado el tamaño de la población de la ciudad y la tradicional desidia política de los dominicanos.
Es interesante destacar algunos aspectos de la marcha. Lo primero, la gran proporción de personas de los estratos medios. Segundo, la gran participación de la mujer. Tercero, la gran participación de público adulto, de más de treinta años. Por demás, la organización fue impecable. En horario, limpieza, pacifismo. El gobierno, en uno más de sus yerros políticos, impidió a la marcha concluir frente al palacio nacional, defendiendo éste como un símbolo de poder. La marcha se desplazó al Altar de la Patria, en el Parque Independencia, lo que le dio todavía más significado. El gobierno insiste en la actitud de taparse los ojos, mirar hacia otro lado, en el entendido de que lo que no ve –u oye- no existe. Craso error.
Todo mundo sabe qué sucede si ponemos una olla de presión al fuego y le tapamos la válvula. El vapor del agua eventualmente va a ejercer una fuerza tal sobre la tapa que va a reventar los soportes y va a salir volando. Es posible desarrollar una ecuación que vincule tiempo sobre la hornilla (de la olla) y momento de la explosión. Para ello, por supuesto, es necesario investigar la intensidad de la flama, la capacidad calórica de la combustión, la tasa de expansión del vapor, la resistencia de los soportes, etc. Pero al final tendremos una expresión que nos dirá, más o menos: a los cuarenta y cinco minutos de flama completa, tapa volando.
Uno quisiera contar con un algoritmo para determinar cuándo es que va a tener lugar el estallido social, pero es una expresión muchísimo más difícil de desarrollar. Es que son muchos los elementos que contribuyen a la expansión de los gases, no sólo uno. Pero, y al contrario del primer ejemplo, aquí tenemos cantidad de válvulas de distracción y disuasión que impiden que el vapor se acumule y ejerza una fuerza irresistible. Falta también por analizar el sentido del estallido, si es una simple concentración de gente para vociferar su malestar e indignación, o si toma formas más efectivas. En cualquier caso, no tenemos una fórmula para esto, para vincular “descontento social” con “estallido social”. Descontento social no es una variable homogénea, y estallido social es un concepto muy abstracto. La idea de fondo queda, no obstante.
Cabe observar que en las encuestas que se han realizado en los últimos años, los problemas que señala la población como más importantes son la seguridad, el costo de la vida y el desempleo, en ese orden. La corrupción administrativa cae hasta un sexto lugar (corrupción e impunidad son engranajes del mismo mecanismo). La migración haitiana se tiene como un problema –el octavo lugar-, no como una amorosa solución, como pretenden nuestros “humanistas” y, ¡qué horror!, el derecho de los LGTB no aparece como problema en ninguna parte. A lo que voy es a que lo que está concitando la atención, la indignidad y la irritación de la población no es lo que ella misma declara como más urgente y perentorio. Lo que se ha dicho antes, cuando la habitación está llena de gas, de cualquier lado viene la chispa.
“Río revuelto, ganancias de pescadores.” En la organización de las protestas andan varias organizaciones y agencias norteamericanas. Quien cree en la preocupación y lucha del Departamento de Estado contra la corrupción y el tráfico de drogas cree en cualquier cosa. Por ejemplo –algo que he dicho antes-, si la lucha de EUA contra la droga es efectiva, ¿por qué no sube el precio de la coca en NY? La política exterior americana en estos temas es una contabilidad por partida doble: si deportan un narco latinoamericano, le exprimen la información, lo dejan en la sombra un tiempo y lo vomitan para su país de origen. El narco se lava –se queda con su dinero-, y se limpia –ya cumplió condena-. Y ¿qué ganan los EUA con este movimiento? Sencillo: evidencia de los vínculos políticos del narco, que lo apuntan como una cifra en su más. Esa evidencia sirve para… disuadir, disuadir a cualquier cosa. Tener a los políticos agarrados de los timbales es un excelente recurso para halar los hilos del poder. Por supuesto que en estos paisitos siempre aparecen unos cuantos desorejados que –pagados por estas agencias- se mueren convencidos de que están haciendo patria.
A la marcha también se presentó Fenatrano, que recién le quitaron una teta con el asunto de los impuestos a los combustibles. Conociendo a mi gente, seguro que le dieron otra porque están más que tranquilitos. Y uno que otro político de oposición. Pero la gente ya sabe quién es quién, y lo que andan buscando. Como los empresarios, que recién dieron un comunicado apoyando las “investigaciones” en el caso de Odebrecht, una acción eminentemente preventiva. Por si acaso.
La corrupción-impunidad -una mutual inseparable- no es un tumor encapsulado que se pueda extirpar limpiamente. Que luego de extirpado deje el órgano como si nada hubiera estado ahí antes. No, nunca es así. La corrupción-impunidad se asemeja más a la raíz de un árbol. Una raíz principal, que se hunde profundo. Raíces secundarias laterales, de distinto grosor y extensión. Raicillas a todo lo largo de ambas. La corrupción no se mantiene como tal a todo lo largo. Se va “lavando”. De hecho, al segundo y o tercer cambio de forma, ya se constituyó en un negocio lícito y honorable. En una estación de gasolina, un edificio, una hormigonera. Y los negocios grandes atraen a los chiquitos como la miel a las moscas. Por decirlo en dos palabras, hasta la doña más rancia y conservadora quiera encontrar un político que le compre su casona vieja en Gazcue. Y la doña no quiere oír mucho sobre la procedencia del dinero de su comprador. Ella no tiene que ver con eso. Así es como somos. Esto de la doña que pongo como ejemplo no queda ahí. Se ve en los residenciales, en las escuelas bilingües, en los bancos, en los resorts, en los restaurantes, en los dealers de carros. Los vendedores no protestan la procedencia del dinero del comprador, así de envolvente es la corrupción.
Recientemente me dejé engañar por el título de un libro: Manual del poder ciudadano (de Ulrich Richter Morales), que resultó el folleto de una introducción al derecho civil. Una frase lo salva, cuando dice que la marginalidad se convierte en delincuencia (habla del caso de México). Pero el título sigue vigente: ¿cuál es el poder ciudadano? A esta altura debe ser claro que el gobierno, como elemento del Estado, no está para garantizar los derechos de los ciudadanos. Tampoco es que se dedica a conculcarlos por completo. Es un fiel que se acerca a uno u otro lado dependiendo de las fuerzas relativas de atracción que tiene cada lado: derecho-corrupción. Pero no es el gobierno quien va a defender los derechos de los ciudadanos y va a combatir la corrupción. La principal enseñanza de estos últimos meses en toda América Latina es que el gobierno hará hasta donde lo obligue la población. Es un pistón al que siempre habrá que empujar. Si se lo deja solo, volverá a lo de antes, como un resorte al que se le retira la tensión. Confisquemos el título de Trotsky: se trata de la movilización permanente. No se ve otra salida, no se ve descanso en el horizonte.