Aquellos pletóricos días de nuestra juventud que tanto disfrutamos, se fueron sin pedir permiso. Fueron aquellos días inolvidables de un pasado que nunca ha de volver, pero que dejó profundas huellas imborrables que no se olvidan y permanecerán por siempre en nuestra memoria.
“La vida no se detiene, prosigue su agitado curso”, así se dice y así tiene que ser. Cada día que pasa lleva consigo un millón de recuerdos y un reto que debemos enfrentar dadas las múltiples obligaciones contraídas en el paso por la vida que nos apremia sin que haya justificación alguna que nos libere de ese deber o compromiso contraído, a no ser un caso de fuerza mayor.
En consecuencia, nos vemos compelidos a darle la debida atención tanto al amigo que nos plantea un problema como cualquier persona interesada que solicita nuestra intervención como abogado ya para resolver un asunto o caso litigioso o una situación personal que lo constriñe y requiere una solución saludable sin tener que arribar a un litigio judicial.
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No son pocas las veces que nos vemos obligados a declinar un caso, ya por motivos personales o por determinadas circunstancias que justifican dicha decisión. Pero una vez apoderado de una litis judicial no queda otro remedio que no sea dedicarle todo el tiempo disponible al estudio y comprensión de manera que podamos construir un mecanismo de defensa apegada al derecho, la constitución y las leyes que rigen la materia.
Para ello el abogado apoderado del caso, acorde con su deber y obligación, siempre ha de ser ecuánime, imparcial, justo, discreto. No deberá dejarse arrastrar por intereses mezquinos o por una real o casual amistad que lo une a su cliente. De ser así, lo mejor sería declinar el caso, exponiendo las razones que obligan su declinación.
El cliente y amigo podrá estar o no de acuerdo con nuestro proceder, pero siempre será mejor una verdad dicha a tiempo, que una mentira callada. El abogado a de ser siempre honesto consigo mismo, no apegarse a criterios o posibilidades que no sean en beneficio exclusivo de su cliente y, por ende, de uno mismo como profesional del derecho, independiente de las necesidades o conveniencia personal. Siempre es duro decirle a un requirente conocido o no conocido “No puedo ocuparme de su caso.” O, lo que es peor, no me interesa.” Como viene a ser más placentero, tanto para quien recibe como el que otorga su servicio, escuchar con alivio “No se preocupe. Yo me encargo del caso.” Lo amargo y triste, es decirle al amigo o cliente un “Lo siento, pero no puedo ocuparme de este caso.” Quedando el peticionario, sin mayor explicación, desconsolado, extrañado del rechazo.