Rosa Cañete, economista brillante y funcionaria de jerarquía, nos lo recuerda de nuevo. El modelo económico dominicano no es exitoso para todo el mundo. Amplía los extremos de los muy, los muy pobres y los muy ricos. Y en el medio, decimos nosotros, una amplia estratificación de clases medias cuyos habitantes hacen malabares para sostenerse y no bajar escalones. No debe, sorprendernos, por lo tanto, en ser el número uno entre los países de América Latina y el Caribe donde el 1% más rico concentra mayor parte del ingreso nacional. Es una historia larga en el tiempo, de la que solo se habla. Nos hemos contentado con el natural crecimiento vegetativo de una porción amplia de la población, casi como si dijéramos los que viven de las migajas que caen de la mesa a la hora del almuerzo. La República Dominicana tiene, como el pavo real, que mirar sus pies, mirar sus barriadas, mirar sus hospitales, mirar sus escuelas, mirar sus servicios públicos, mirar sus asilos, sus calles con esquinas de venduteros que se dan al sol para “llevar algo a la casa”. No es que neguemos el crecimiento post Trujillo, casi ininterrumpido, ni los ramales de avenidas y carreteras, ni los elevados y peatonales, ni siquiera el elegante Metro, ni los centros universitarios poblados de pocos universitarios, ni los hermosos y gigantes edificios que alojan pobres hospitales.
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No, todo eso es cierto y es hijo del crecimiento económico. Pero debemos aspirar a poner en el centro de todo al hombre y a la mujer que necesitan, no la dignidad de la palabra ni de la promesa dicha con elegancia en ornamentados escenarios, sino la dignidad que brota del bien vivir, del bien comer, de la educación de calidad, de la salud y de los servicios básicos con eficiencia. La sociedad y la economía aguardan las políticas públicas que rompan esta asimetría contraria al desarrollo.