Decir, hacer
A Roman Jakobson, Octavio Paz
Entre lo que veo y digo,
Entre lo que digo y callo,
Entre lo que callo y sueño,
Entre lo que sueño y olvido
La poesía.
Se desliza entre el sí y el no:
dice
lo que callo,
calla
lo que digo,
sueña
lo que olvido.
No es un decir:
es un hacer.
Es un hacer
que es un decir.
La poesía
se dice y se oye:
es real.
Y apenas digo
es real,
se disipa.
¿Así es más real?
Idea palpable,
palabra
impalpable:
la poesía
va y viene
entre lo que es
y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.
La poesía
siembra ojos en las páginas
siembra palabras en los ojos.
Los ojos hablan
las palabras miran,
las miradas piensan.
Oír
los pensamientos,
ver
lo que decimos
tocar
el cuerpo
de la idea.
Los ojos
se cierran
Las palabras se abren.
Lo esperábamos. Nuestro querido Emilio tenía años librando mil batallas que su cuerpo se empeñaba en librar. Como buen guerrero luchó hasta su último aliento. Siempre sorprende el anuncio.
Una vez nos enteramos, comenzamos a realizar los aprestos en la Academia Dominicana de la Historia. Este año hemos tenido que enfrentar con varios episodios similares. El primero fue Danilo de los Santos, quien fue electo en junio como Miembro de Número. Le sorprendió la muerte antes de presentar su discurso. Pocos meses después, nos llegó la noticia de que un maravilloso fotógrafo santiagués y activo colaborador de la Academia un cáncer fulminante había terminado su vida. El tercero, fue el Miembro de Número Ciriaco Landolfi. Cuando su salud se lo permitía era un asiduo visitante de nuestra sociedad. Después, tuvo que aislarse porque su cuerpo le exigía reposo total, hasta que no pudo más y se despidió tranquilo de todos los suyos.
Hace unos días despedimos a nuestro querido Emilio Cordero Michel. La llamada de Natalia González, una de sus hijas putativas, no me sorprendió. Entendí su silencio. Solo me dijo que no tenía detalles de cómo sería la despedida. Enseguida alerté a los que tenía a mi alcance.
El lunes 26 iniciamos la despedida. Mientras hacíamos la guardia de honor, reflexionaba. Me retrotraje al pasado. Y en medio del gentío, me ensimismé en mis recuerdos. Conocí a Emilio Cordero en 1986. Había regresado al país en diciembre de 1985. Venía llena de ideas e impulsos. Traía bajo mi brazo mi doctorado en historia bajo la dirección de Ruggiero Romano. Creía que lo sabía todo. Iniciaba mi propia conquista. Tenía, no cabe duda, la prepotencia de la juventud y la arrogancia del ignorante. Un título no te da sabiduría. Es tan solo un hito más en el camino de la vida. Recuerdo que unos meses después de mi llegada, Ángela Peña, la periodista amiga de los historiadores, me hizo una entrevista sobre mi tesis doctoral “Ulises Heureaux. Biografía de un dictador.” Emilio Cordero, que no me conocía, quería hacerlo y sobre todo leer mi obra. Tenía la sospecha de que yo defendía a las dictaduras.
Nuestra relación comenzó con cierta tensión. Emilio era un enemigo visceral de los dictadores. Nos conocimos después. Al principio era duro conmigo. Después de ese desencuentro inicial, nos acercamos. A través de los años nos respetamos, nos ayudamos. Me sentí feliz de que me prestó tres libros de su muy amada biblioteca. Eso sí, cuando pasado el tiempo no se los devolvía, me llamaba para recordarme su devolución. Finalizada la consulta, le entregué su tesoro. Volví a estar en el grupo de los que retornaban los libros. Respiré.
Al iniciar mi carrera en la Academia Dominicana de la Historia, sentí con Emilio un especial respaldo. Siempre que organizaba un evento y veía que podía participar porque manejaba el tema, solicitaba mi participación. Sus deseos eran órdenes. Otras veces, me llamaba para darme sus opiniones sobre algún artículo que escribía.
Emilio era demasiado apasionado. Su vida de lucha contra la dictadura, su pasión en la defensa de lo que él llamaba los valores sanos de la izquierda dominicana, lo hizo ser muy cerrado y poco flexible. Y esa posición la llevó a todos los ámbitos de su vida.
Emilio vivió al compás de sus ideas. No hizo bienes materiales. Dedicó toda su vida a la educación, a la historia y a la difusión de la cultura. Fue rico en amigos, en hijos nacidos de su vocación de verdadero maestro. Coherente hasta la inconsciencia. Orgulloso como pocos, no pedía ayuda, aunque su cuerpo y su espíritu lo pedían a gritos.
Su velatorio fue un verdadero homenaje. Se llenó de gente que respetaba y admiraba su trayectoria. La Academia Dominicana de la Historia estuvo ahí, haciendo guardia de honor con sus miembros de número y correspondientes. A todo lo largo del día, nos dimos cita para decirle adiós.
Su Alma Mater, la Universidad Autónoma de Santo Domingo, también estuvo presente. Sus autoridades desfilaron por la funeraria, haciendo guardia de honor y rindiéndole homenaje que tanto merecía.
No tengo palabras para su familia. La muerte, que no es más que la separación física de nuestros seres queridos, es una inminencia innegable e inevitable. Lo importante es que Emilio vivirá en el corazón y la memoria de quienes lo conocimos, pero sobre todo de aquellos que reconocen y valoran su entrega, su desinterés por lo material y su pasión por la educación y la historia.
Adiós Emilio, te recordaré siempre. Todavía veo tu figura caminar por los pasillos de la academia, vestido con tu pantalón caqui, tu inseparable chacabana manga corta azul o gris y tus cómodos tenis. Adiós, hermano, este es un hasta luego. Luisa y tus hijos , aunque te extrañen mucho, aprenderán a vivir con tus recuerdos.