Ahora bien, a mi entender no se puede descifrar la interioridad de ese ADN cultural sin tomar en cuenta el principal fruto subjetivo que resulta de la combinación de ambas características en la conciencia. Me refiero a esa gran paradoja que solo se explica por la ausencia –de manera sostenible en el tiempo– de un sentido y valor de lo común capaz de preservar a la nación dominicana de los excesos del individualismo egoísta que genera la falta de formación del carácter de cada quien.
Ese es, a mi entender, uno de los rasgos inalienables de cuanto es identificado conscientemente como dominicano en medio de notables cambios estructurales y sorprendentes transmutaciones institucionales e ideológicas en el país. Me explico.
La población dominicana ha permanecido durante largos siglos librada a su propia suerte. Quedó en vilo, tanto de la corona española, como de uno y otro y otro más de los sucesivos gobiernos con sede en el sur del país. Pero sacó de abajo, recurrió a su propio espíritu de sobrevivencia y ya en pleno siglo XIX había ganado al menos dos primeros lugares históricos.
El primero y más aplaudido: machete en mano salió victorioso de la guerra restauradora, dejó atrás para siempre la interpuesta pero anacrónica corona española en territorio dominicano, al tiempo que confirmaba su espíritu de independencia original. Y el segundo y menos reconocido de esos logros, por primera vez en la historia oriental de la Isla traspasó la puerta de entrada del libre comercio internacional, desprovisto de cualquier tipo de respaldo gubernamental.
Ya lo dije, el actor principal de ambos logros fue el mismo. No un gobernante entronizado en algún pedestal, o alguna autoridad acomodada en su silla poltrona y ni siquiera algún caudillo encumbrado desde alguna aduana o región del país, sino un sin número de productores anónimos y sin más valor que el de su apego a la vida y el indiscutible optimismo esperanzador de su laborioso afán cotidiano al frente de sus conucos y negocios.
Los dos primeros lugares de tantos actores desconocidos encubren la gran paradoja dominicana. Algo así como lo que sucedió con Moisés. Este liberó a su pueblo, pero Yahvé (“Yo soy el que soy”) no le concedió entrar a la tierra prometida. Por igual, aquella población anónima y desheredada de toda fortuna instituyó un ordenamiento social por medio del cual la economía dominicana salió de su marasmo y la patria recobró su independencia. Pero obviamente, en esta ocasión no fue ese Yo que remite a Sí mismo, sino otro poder el que extrañó a la población de su propio esfuerzo. Esta vez fue la impotencia de cada yo particular a las puertas de la nación prometida el que –desprovisto de una conciencia pública dominicana– frenó la entrada por falta de educación cívica y conciencia colectiva. Flanquear esa entrada requería lo que no se tenía, sentido de responsabilidad pública, respeto a las instituciones, obediencia a la ley y el sí mismo de cada sujeto garante y solidario del proyecto común de “nosotros”.
Así, pues, en el caso dominicano lo paradójico fue que su primer mercado libre y de raigambre capitalista, el tabacalero, dio pie –como se decía en Europa– a la avaricia disfrazada de interés particular; pero a pesar de ello –a diferencia de lo que sí aconteció en suelo europeo– fue impotente para la formación de una conciencia cívica.
Y por eso imposible olvidar en este contrapunteo con Europa la contribución de un renombrado filósofo moralista, Adam Smith. También, cómo el “affectus comprimet” de los escolásticos devino en las sociedades comerciales (las que están gobernadas por los intereses económicos o por la avaricia disfrazada de interés) el reino de la ‘douce’ avaricia, según Montesquieu. Este contribuyó al desarrollo de la idea del “interés” como pasión calculadora y racionalizada que, al satisfacer al individuo, también satisface a la sociedad. Aquel afecto, hoy interés y pasión, es el único capaz de controlar y dominar a todas las demás pasiones y desafueros en orden a instituir sociedades pacíficas y armoniosas.
Pero, ¿dónde se entreteje y cultiva ese propósito final de la convivencia cívica en el mundo europeo, y como herederos suyos hoy día en la sociedad estadounidense y ya en la global? La respuesta es en el mercado. Con razón Mandeville afirmó que en Europa se dio rienda suelta a la avaricia individual, para que contuviera las pasiones religiosas e ideológicas exacerbadas tras las guerras de religión. Y con más razón entonces, el loco de la Gaya Scienzanietscheana enciende su lámpara para anunciar en el mercado que Dios ha muerto, solo queda reconocerlo y pedestal del imperio de la voluntad de poder.
La importancia del asunto es capital. Del adecuado funcionamiento del mercado se depende en el mundo moderno y en el postmoderno a la hora de satisfacer necesidades materiales y culturales. Parafraseando a Adam Smith, en él hay que lograr la coexistencia y la felicidad, pero estas en tanto que cada individuo venda su producto a cada comerciante y estos al comprador final, independiente de variables como la religión, la nacionalidad, la raza, la etnia, el linaje, las costumbres, las tradiciones, las creencias, las preferencias estéticas, el idioma, el grado de conocimiento u otras. El ideal es generar riqueza en cada negocio y en cada nación. No de manera arbitraria e incondicional, sino de forma tal que cada uno obtenga su bienestar tratando bien al otro y, así, ambos poder convivir en armonía y sujetos a reglas y normas comunes.
Ahora bien, al margen de lo concebido y acontecido en aquellos mundos y sociedades de allende, en el país no se llegó ni se ha llegado a tanto. La economía capitalista no fue precedida por un andamiaje ideológico e institucional capaz de enmarcar su propósito moralizante. El contexto patrio fue otro. Se despertó el interés particular, pero no así una institucionalización normativa ni una idea patria de Estado y de bien de común. En el país aparecieron para quedarse la avaricia y el interés privado en el mercado del tabaco, pero pasaron a dominar sin contrapeso ni equilibrio el escenario en el que no dejan de actuar la ambición y el desenfreno de tantas pasiones y deseos.
Y eso así porque la población no se preparó ni fue educada para el surgimiento de un régimen capitalista ni antes ni después de 1844; simplemente incursionó en él por necesidad y sin saberlo, como si fuera la extrañada nación prometida. Cada individuo por sí solo, preocupado por escapar de su orfandad institucional, forjó espontáneamente un patrón de comportamiento cultural cuyo ideal es y sigue siendo velar por el bien propio y no por el de los demás. De ahí se siguen, tanto el desenfreno natural del egoísmo, como la debilidad e ineficiencia de cualquier esfuerzo estatal u otro que, a posteriori, pretenda hacer valer e imponer un orden general o público apelando a la fuerza del terror o a la sola objetividad y universalidad de un ordenamiento jurídico.
Por consiguiente, la verdadera paradoja dominicana es inherente al código cultural dominicano, pues significa la impotencia institucional para re/formar/se uno a sí mismo o educar y re/formar al yo de cada individuo librado a su solo interés y pasión.
En ese contexto, me queda por discernir en un próximo escrito cómo se manifiesta y expresa un ADN cultural que –caracterizado por la conjunción de su atavismo, de su claroscuro y de la recién descrita paradoja– conduce sin contrapeso público a los excesos y desafueros del individualismo egoísta de cada yo sujeto fundamentalmente a su conveniencia e interés particular.