La promesa y el desencanto

La promesa y el desencanto

Manuel Toribio-El otoño de las sobras

Después de vivir más de medio siglo, es de tontos y débiles ilusionarse con algo, enamorarse perdidamente de alguien, forjarse vanas esperanzas, confiar en los seres humanos y sus propósitos engañosos y malsanos. Después de los cincuenta años, hay que enarbolar la duda como estandarte, aprender a dudar siempre, de todo y de todos, no ceder ni por un momento a la ilusión de progreso y bienestar que nos venden los políticos, y hacer de la duda, más que una forma de pensamiento, un estilo de vida. Después de los cincuenta es poco lo que se puede aprender y ya no hay nada que esperar de los otros. Uno sólo debe permitirse ilusiones perdidas.

De todas las ilusiones, acaso la del amor sea la única que valga la pena vivir. La ilusión del amor, el deseo de otro que nos complete y nos llene, siempre estará presente, negando nuestra imposibilidad de amar. De entre todas las ilusiones, acaso la más nociva sea la política. Creer en otros, apoyar a otros, votar por otros, llegar a convencerse de que determinado candidato o proyecto político nos salvará, o al menos aliviará nuestros males seculares, no es una mera ilusión: es una imperdonable ingenuidad.

Los que alguna vez llegamos a creer en la posibilidad de un cambio real en el país nos hemos desengañado. Sí, necesitábamos un cambio. Había una profunda necesidad de cambio, urgente, impostergable, que venía de abajo, que brotaba de lo más profundo, de la gente, del fondo social, del ciudadano simple. Necesitábamos reformas desde arriba, desde un nuevo gobierno, reformas reales, no ficticias: transparencia y honestidad, adecentamiento, justicia, tolerancia cero a la corrupción y la impunidad.

Ha girado el reloj, y apenas ha bastado que transcurran unos pocos años para volver a desengañarnos. La vida es un largo, permanente ejercicio de desengaño. La experiencia de la vida barre por tierra las ilusiones de juventud y las esperanzas de madurez. He pasado de la esperanza al desencanto y del entusiasmo a la decepción. Como tantos otros, fui demasiado ingenuo, demasiado confiado. Quise creer, y fui estafado y engañado. Pero también me engañé a mí mismo al confiar en otros como yo, en mortales mezquinos y miserables. Ahora debo criticarme a mí mismo, practicar la autocrítica, reconocer que me equivoqué, no de bando, sino de apuesta. Que no me equivoqué al votar por un cambio que era necesario, sino por ilusionarme demasiado con la idea de que, desde mi dominio, la cultura, se podía hacer aportes reales en el país. De momento no se puede cambiar nada. No hay cambio, y si acaso lo que hay es un cambio cosmético. Lo que sí hay es inercia, inmovilidad, repetición y más de lo mismo. Como tantos otros he sido víctima de una ilusión, de una falsa esperanza, de una mentira vendida y comprada, pero sobre todo de mi autoengaño. Cargo con mi ilusión rota. He trabajado para lo inútil. Mis memorias son las memorias de una gestión inútil.

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Ahora sólo me queda aquello que siempre va conmigo y no me puede abandonar: la voz, la palabra. La voz, la palabra que quiero decir, que debo decir, que se me hace necesario, urgente, decir. La voz, la palabra que no puedo callar sin negarme a mí mismo. La voz, la palabra para disentir, para negar, para decirle NO al poder que oprime y aplasta y patea al sujeto. La voz, la palabra que nos emancipa y nos redime.

Ahora sólo me resta afirmar la crítica en libertad y a conciencia, la crítica del poder, la crítica política del Estado, que es la crítica de su discurso engañoso y de sus malas prácticas. Todo discurso es poderoso, bien sea por su realidad efectiva o por su potencial efecto. Por eso mismo, el discurso del poder supone de modo implícito el poder del discurso. Por eso también, el discurso del poder debe ser criticado y negado por otro discurso: una suerte de contradiscurso. El poder del Estado debe ser contrarrestado por otro poder: una suerte de contrapoder.

La conciencia crítica, el libre pensamiento, debe expresarse como negación, divergencia y a la vez apertura al diálogo. El verdadero diálogo no se cierra al otro, pero tampoco puede dejar de ser crítico con el poder. El diálogo que empieza y termina en halago y alabanza al poder de turno no es diálogo: es ditirambo. La crítica no debe cesar de combatir los males de la sociedad y del poder: sus abusos, sus excesos, sus arbitrariedades.

Nada hay más beneficioso para el espíritu que dejar de hacerse ilusiones políticas. Nada hay más saludable para la democracia que el ejercicio consciente e íntegro de la crítica. Este ejercicio favorece a todos: gobernantes y gobernados. Hoy, la crítica en libertad y a conciencia, hecha de voz y palabra, no puede sino manifestar esta verdad: una vez más, la promesa ha terminado en desencanto.

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