El pasado martes 5 de marzo de 2024, una comisión bipartidista de legisladores presentó en la Cámara de Representantes un proyecto de ley que busca incentivar la expansión del comercio y la inversión estadounidense en América Latina y el Caribe para contrarrestar la influencia de China en la región.
Dicho proyecto de ley, de acuerdo con algunos de los legisladores que lo promueven, como María Elvira Salazar y Adriano Espaillat, busca reeditar la zona de libre comercio de las Américas como ocurrió en la década de los 90 del siglo pasado; esta vez incluiría a Canadá. Además, la legislación contempla conceder préstamos hasta por US$ 60,000 millones y US$10,000 millones en incentivos fiscales para que empresas estadounidenses regresen al país.
Sin duda, esta iniciativa legislativa busca contener la expansión hegemónica de China como potencia económica y geopolítica por parte de los Estados Unidos, y de manera especial en su zona de influencia como lo es América Latina y el Caribe. En la actualidad, China y los Estados Unidos están inmersos en cinco guerras simultáneas que, de acuerdo con la historia, siempre se suscitan entre imperios hegemónicos y potencias emergentes que le disputan dicha primacía, tal como describe Dalio (2021). Estas guerras son las siguientes: guerra comercial y económica, guerra tecnológica, guerra geopolítica, guerra de capitales y guerra militar, que sería el último eslabón. Por cuestión de espacio, vamos a analizar la guerra comercial entre ambas naciones y su contextualización en América Latina y el Caribe.
El estudio sistemático de la historia nos ha enseñado que cualquier disputa, por más insignificante que parezca, podría desencadenar grandes conflictos bélicos en el futuro. Aunque la guerra comercial entre los Estados Unidos y China hasta el momento se ha mantenido de cierto modo estable y enclavado en el ámbito comercial y económico, no es menos cierto que sus ramificaciones y escaladas podrían alcanzar niveles inesperados hasta llegar a una conflagración bélica de niveles inusitados.
El primer capítulo de la guerra comercial entre los Estados Unidos y China ha mostrado rasgos característicos típicos de dichos conflictos como los clásicos aranceles y restricciones de importaciones, un episodio similar a aquel que la humanidad vivió recientemente durante la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado. En el caso particular de esta guerra, los Estados Unidos esgrimen varios argumentos para imponer un nuevo orden comercial anclado bajo el aval de organizaciones supranacionales del orden mundial que ha dominado los Estados Unidos desde 1945, como lo es la Organización Mundial de Comercio (OMC). De acuerdo con los Estados Unidos, esos argumentos son los siguientes: 1) El gobierno chino apela a prácticas intervencionistas que limitan el acceso a mercados para bienes y servicios importados, buscando proteger su industria nacional. 2) El gobierno chino favorece en las regulaciones a empresas chinas más que a empresas extranjeras, en especial estadounidenses, lo que le permite extraer tecnologías avanzadas de esas empresas, específicamente en sectores sensibles y estratégicos. 3) El Gobierno chino auspicia el robo de propiedad intelectual.
Este escenario de conflicto comercial ha confluido con una expansión de la nueva ruta de la seda por parte de China, y la historia nos ha mostrado que los grandes imperios inician su dominación global a través de su poder comercial y económico, iniciando por su participación en el comercio mundial e indefectiblemente China busca ese dominio bajo ese esquema, y el Gobierno estadounidense lo sabe, y por eso acude a reforzar su dominio comercial a través del reforzamiento de su zona de influencia, apelando a la talasocracia (control de los mares), la cual es fundamental para el dominio comercial. Por tal razón, acude a su frontera imperial para fortalecerse comercial y económicamente, de ahí la importancia de voltear la mirada estratégica hacia América Latina y el Caribe.
Históricamente, los Estados Unidos no han visto a la región de América Latina y el Caribe como socios sino como vasallos. Desde los Ensayos Federalistas que fueron el principio complementario de la Doctrina Monroe publicada en 1783, Alexander Hamilton trazó la pauta de que los Estados Unidos debían convertirse en superpotencia hegemónica, y que debía actuar como intermediario entre las potencias europeas y las nuevas naciones que emergían en el continente.
Ese recetario se ha mantenido prácticamente intacto durante dos siglos, desde la consigna de “América para los americanos”, que acuñó el presidente James Monroe, en su discurso del Estado de la Unión del 2 de diciembre de 1823, que decretó el intervencionismo formal en la región, pasando por el Corolario Roosevelt de 1904, y la política del garrote. Obviamente, exceptuando dos iniciativas que trataron de impulsar una relación más igualitaria como: la política del buen vecino anunciada por el presidente Franklin D. Roosevelt en 1933, que enarbolaba la no intervención en la política doméstica de la región, pero que se vio discontinuada con la entrada de la Guerra Fría a partir de 1945, y la Alianza para el Progreso, impulsada por el presidente John F. Kennedy, que buscaba promover el desarrollo económico y social de la región, pero que no tuvo eco después del magnicidio en contra del presidente estadounidense.
Después de la caída de la Unión Soviética en 1991 y con el fin de la Guerra Fría, las medidas emanadas del Consenso de Washington les fueron impuestas a la región enmascaradas en el orden económico y era la misma doctrina Monroe en esencia. Ahora, los países de América Latina y el Caribe tenían que realizar reformas económicas abriendo sus industrias no importan si eran sectores estratégicos a la libre competencia y al comercio mundial. Esas medidas iban a garantizar la reducción de la pobreza y la desigualdad, pero en la práctica resultó todo lo contrario. La teoría económica basada en el modelo económico de la escuela sueca Heckscher-Ohlin, conocido como H-O, establece que una economía basa su crecimiento económico en el comercio internacional, las riquezas no son distribuidas de forma equitativa. Por tal razón, aquellos individuos que dependen de aquellas industrias vinculadas al sector exportador se benefician a expensas de aquellos que enfrentan la competencia extranjera, por consiguiente, aumenta la cadena de miseria y desigualdad.
En conclusión, si los Estados Unidos quieren mantener su hegemonía económica y geopolítica, necesitan a América Latina y el Caribe, pero antes deben desterrar de una vez y para siempre los vestigios de la Doctrina Monroe y sus complementos. Para lograr una cosmovisión cohesionada de la región, deben mirarla como un socio estratégico importante e incentivar su desarrollo a través de una Alianza para el Progreso del siglo XXI, que no solo incluya a la región en la cadena de valor globales sino que auspicie su desarrollo tecnológico y social, porque una región cohesionada y educada no sería una competencia para los Estados Unidos, sino un aliado estratégico que le ayudaría a ganar la guerra tecnológica del siglo XXI, y por consiguiente, mantendría su estatus de superpotencia. De lo contrario, podría encontrar el encono de una región que no ve a China como un opresor sino como un socio que genera excelentes dividendos mercantiles.
Referencia:
- Dalio, R (2021). Principles for Dealing with The Changing World Order Why Nations Succeed and Fail. Avid Reader Press.
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