El ocupante de la Oficina Oval de la Casa Blanca ha sido considerado símbolo supremo del Estado de la Unión, investido no solo para defender la nación y proteger a sus ciudadanos, sino para unificar abajo los postulados democráticos y de derechos humanos imponiéndose sobre cualquier forma de discriminación racial o religiosa.
Al menos, así actuaron los 45 presidentes de los últimos dos siglos, antecesores del actual Donald Trump, especialmente Barack Obama, el primer negro inquilino de la Casa Blanca, reconocido con el Premio Nobel de la Paz. Pero Trump ha roto esa vieja tradición defendida por republicanos y demócratas, la cual sostiene la reputación y supremacía global de Estados Unidos. Algo anda mal dentro del formato reeleccionista de Trump, quien apela a virulentos tweets racistas contra congresistas demócratas negros y legisladores inmigrantes para atraerse a los votantes blancos de la clase obrera.
“Ruina repugnante infestada de ratas”, calificó Trump a la ciudad de Baltimore, un distrito de mayoría afroamericana. Al senador del estado de Maryland, Elijah Cummings, lo llamó “matón brutal”.
La reacción fue rápida. El diario Baltimore Sun editorializó contestándole que “es mejor tener unas cuantas ratas que ser una de ellas”. Un hecho inédito, pues es la primera vez que un rotativo llama “rata” al presidente de Estados Unidos, describiendo a Trump como “el hombre más deshonesto que haya ocupado jamás el Despacho Oval”, “el que se burla de los héroes de guerra” y “el alegre acaparador de partes privadas de mujeres”.
Conclusión: durante mi breve estadía en George Washington University, participando en el seminario “Gerencia del Cambio Político Exitoso, Herramienta de Punta”, presencié un momento de inflexión de la historia norteamericana que terminará mal.