En 1915, el vizconde James Bryce decía en su libro “El sentimiento racial como factor en la historia”, que ninguna rama de la investigación histórica ha sufrido más la especulación fantasiosa, que aquellas que se relacionan con el origen y atributos de las razas humanas. La diferenciación de esas razas empieza en la obscuridad prehistórica.
La propaganda racial ha sido un arma altamente efectiva y ampliamente usada a través de la historia. Sus orígenes se esfuman entre la densa neblina del nacimiento de la sociedad humana, y entre sus más sobresalientes brotes está la teoría de la raza superior con la cual la Alemania nazi pudo fortificar el terror y el furor de la Segunda Guerra Mundial. Ideas similares se ciernen y parecen fortalecerse ahora en nuestra América con lo que ocurre en Estados Unidos, donde parece no solo que consideran que ellos son los dueños de América en pleno, pues se apropian del nombre, sino que se habla de que negros y mestizos son menos inteligentes que los blancos y otras sandeces similares.
No hay ninguna base científica que justifique la teoría de razas superiores e inferiores.
Dice el distinguido antropólogo M. F. Ashley Montagu en “El mito más peligroso del hombre: la falacia racial” -libro prologado por Aldous Huxley-, que “La idea de ‘raza’ representa uno de los peligrosos mitos de nuestro tiempo y uno de los más trágicos. Los mitos son efectivos y dañinos cuando permanecen irreconocidos por lo que son. Muchos de nosotros nos sentimos felices en la complacida creencia de que mito es aquello en lo que los pueblos primitivos creían, pero que nosotros estamos completamente libres de ellos”.
Ojalá. El mito es una explicación errónea conducente al engaño social y al error, y ocurre todavía con los hombres de todos los tiempos y lugares. En el caso del mito racial, este se asienta en el depurado egoísmo de muchos líderes a través de la historia y en la capacidad de rebaño, común en todos los pueblos y épocas.
Que hay diferencias raciales es indiscutible. Lo que es una monstruosa falsedad es que biológicamente estas diferencias sean lo bastante significativas como para justificar algún tipo de discriminación. La diferencia en color entre un blanco y un negro es menos de un gramo de melanina.
Recientemente escuché la entrevista del periodista mexicano Jorge Ramos a Jared Taylor, un líder de la extrema derecha defensor de una “América” (léase Estados Unidos) blanca, que participó en la conferencia “American Renaissance” donde se habló sobre por qué los blancos son superiores a los negros y mulatos.
Cuando Ramos le preguntó a este señor si quiere vivir en un país solo de blancos, Taylor respondió que no necesariamente, pero sí en uno básicamente de descendencia europea, en el que los blancos sean claramente mayoría. Y cuando el periodista protestó por la discriminación, él dijo que tienen derecho a discriminar, contra lo que dice la ley.
¿A qué le teme? A que si las minorías tienen más representantes, “su gente” (blancos o de origen europeo) pierde poder. Teme que los blancos se vuelvan minoría en su propio país, mientras otros grupos se adueñan del mismo. Por eso dice: “A menos que los blancos estén preparados para discriminar a otros grupos, ellos serán marginados, y contra eso voy a luchar hasta mi último aliento”.
Si bien somos respetuosos de las opiniones ajenas, hasta el respeto tiene límite cuando son contrarias a la humanidad. Si no, pregúntenle a Voltaire.
El asunto no es la raza. Es el miedo. Es la política.
Es el poder.