Por: Nicole Mateo Rodríguez
Algunas incidencias en los procesos judiciales son caldo de cultivo y canto de sirena para una sociedad que con o sin razón se encuentra cada vez más sedienta de justicia.
Parece que la tradicional frase de que “justicia es darle a cada quien lo que se merece” no es suficiente y que ese “se merece” en realidad apela a la subjetividad y la particularidad de las circunstancias en la que nos encontremos envueltos.
En realidad, es como si quisiéramos vivir en la época donde el castigo junto al ávido deseo de venganza se conviertan en los remedios idóneos para paliar cada uno de los males sociales que tanto nos preocupan.
Así es como algunas partes en los procesos penales quizás presas de la sed de justicia de la cual hablamos en el párrafo anterior entienden que la cuantía de la pena de ciertos tipos penales es muy mínima, en el entendido de que x o y cantidad de años “no le hace justicia” al hecho cometido por el acusado.
Por ende, tal vez por puro desconocimiento del ordenamiento jurídico y del funcionamiento institucional cuando les toca emitir su postura sobre el suceso acaecido, las presuntas víctimas de un proceso penal piden a los jueces apoderados de dicho proceso, que aumenten el tiempo establecido para la pena impuesta, puesto que consideran que la que fue aplicada por el tribunal a quo no se compadece y que realmente debieron de “haberle dado unos 20 o 30 años más”.
Como sociedad, debemos admitir el mea culpa, porque a pesar de que en general hemos avanzado mucho en términos democráticos e institucionales, problemáticas como la corrupción, la inseguridad ciudadana, la violencia y todos sus derivados, continúan siendo el chocolate con pan para el desayuno en varias zonas de la República Dominicana.
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Evidentemente que se requiere seguir trabajando para tener un mejor presente, pues es todo lo que tenemos en este momento y un mejor futuro, el que tanto deseamos para nuestros hijos, nietos y toda nuestra descendencia.
No obstante, el problema con esa clase de pedimentos radica en que aunque el propósito es muy loable y en ocasiones empáticamente entendible podría ser un arma de doble filo, pues prácticamente por satisfacer a las víctimas o a la sociedad, para adoptar su decisión los juzgadores tendrían que prácticamente desbordarse de sus facultades, ignorando que los procesos penales no son un “asigún” y que deben estar blindados por el principio de legalidad, el cual explica que para que una conducta determinada constituya un delito o crimen primero debe establecerse a través de una ley (nullum crimen sine lege) y que consecuentemente las penas también deben establecerse en una ley (nulla poena sine lege), con lo cual se pretende evitar eventuales privaciones de libertad arbitrarias.
Desde que yo era apenas una niñita, en conversaciones con amistades, reuniones familiares, en boca de personas más mayores que yo, en medio de una palabra de consuelo, en fin, en diferentes escenarios y por parte de diferentes emisores he escuchado la muy necesaria frase que nos saca de apuros “el corazón de la auyama solo lo conoce el cuchillo”, lo que significa que los seres humanos solemos ser muy ligeros para cuestionar el accionar o inclusive las omisiones de los demás, pero muchas veces tenemos pocas explicaciones para las nuestras, partiendo de que solo nosotros conocemos cada detalle de los sinsabores por los cuales atravesamos.
Esa frase también la podría utilizar alguien que ha sido directamente afectado en una situación particular o si lo fue algún familiar suyo, evidentemente que parcialmente es cierto, sin embargo y sin desmeritar el tipo de posiciones descritas, considero que incluso de manera personal debemos apelar a que las garantías y el debido proceso sean respetados siempre.
Hoy puede ser un tercero, mañana nosotros podríamos estar en el “banquillo de los acusados” y en ese momento sí solicitamos no solamente “jueces más compasivos” sino a jueces cuyo razonamiento sea apegado al derecho y no a los sentimientos de nuestro contrincante o a la gravedad del hecho y del daño causado, que suele ser uno de los principales argumentos cuando se intenta que la pena privativa de libertad sea mucho mayor a la impuesta.
En su obra Los peligros del populismo penal, Eduardo Jorge Prats explica que “el populismo penal ha implicado la modificación de la legislación penal para endurecer las penas o para penalizar conductas anteriormente despenalizadas.
Por eso se dice que el populismo penal es panpenalista, en la medida en que entiende que el Derecho Penal no es la ultima ratio sino la solución ideal para todos los problemas sociales”. (Jorge, 2011).
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De hecho, el texto in fine del artículo 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece que:
“(…) Tampoco se puede imponer pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito. Si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”.
Del cual se colige que inclusive, en aspectos sobre la cuantía de la pena también debe aplicarse el principio de favorabilidad, que en ningún aspecto equivale a impunidad, favores pagados o privilegios para el acusado, de lo que trata es de una garantía de que se respetará el principio de legalidad y que se evitarán los abusos, porque en esencia las garantías no tienen nombre, apellido ni ningún dueño en particular, las garantías nos deben protegernos a todos, para eso fueron instituidas.
Por otro lado, también debe respetarse el principio non reformatio in peius, el cual explica que“quien interpone un recurso no puede ser colocado en una posición más desfavorable que la que tendría en caso de no haberlo interpuesto” (Diccionario panhispánico del español jurídico).
Es decir que, requerir que se aumente la cuantía de una pena también podría transgredir este principio, en el sentido de que en grado de alzada no se puede cambiar la situación del acusado con la intención de agravarla, porque evidentemente que con esta pretensión también se desnaturalizaría nuestro sistema de garantías.
En definitiva, el derecho se creó con la finalidad de que la convivencia sea más llevadera, a sabiendas de que nuestro sistema padece ciertas falencias que inclusive provienen de antaño, pero ya hemos visto sobrados ejemplos históricos de porqué el derecho no puede tomarse como un instrumento para que nuestro adversario sienta lo que nosotros sentimos ni mucho menos como una especie de látigo de autoconsolación, sino que debemos acudir a sus diferentes mecanismos de solución de conflictos, pero siempre respetando el debido proceso.