Resulta incomprensible el dolor y la oscuridad en el clima máximo del placer y la obtención de lo anhelado. Lo mismo pasa cuando se ha alcanzado el éxito y la fama, o el reconocimiento y la aceptación social, entonces, se espera el sabor del bienestar y la felicidad.
Al hombre posmoderno, el del hedonismo, del narcisismo y cultura de la prisa, le han condicionado el cerebro para entenderse con la gratificación inmediata, para el consumo y el goce; pero también, para la notoriedad y la visibilidad. Un día sin placer, sin aceptación y sin like en las redes puede ser una derrota social.
El piloto automático del cerebro lo mantiene apegado a las experiencias agradables y placenteras; se asusta y evita las experiencias desagradables, dolorosas y frustrantes; sencillamente, no se lleva bien con las adversidades, la soledad y las perdidas.
Ahora se habla de la generación de “cristal” de las personas frágiles, endebles, que se retiran y se doblan en cualquier adversidad de la vida. Literalmente, no están hechos para la confrontación, la lucha, el insistir, persistir y resistir para ganar; prefieren abandonar, claudicar o negociar los principios y los valores para no perder, ni aceptar lo correcto.
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La construcción de la filosofía del éxito, visto desde el relativismo ético, la posverdad, el pragmatismo social, y la cultura de la prisa, todo es posible, si tiene aceptación, visibilidad, alcance de lo tangible y de los resultados sociales.
La buena vida, la han puesto o la han confundido con el hedonismo, el placer, y la gula del tener y el parecer. Los estoicos y budistas, contextualizan todo lo contrario.
Paradójicamente, en ese mundo del éxito y del parecer, del hombre de cristal y del autoengaño, se triplican las depresiones, la angustia existencial, las adicciones, los psicoestimulantes y el suicidio.
La necesidad enfermiza por la visibilidad, el éxito y el demostrar ser diferente, conlleva y arrastra a un divorcio entre el “ser y el parecer” entre el “existir y el sobrevivir” o entre “el inconsciente y la consciencia”.
Hace un tiempo escribí un ensayo: Éxito y agonía en la posmodernidad; como una forma de discutir y reflexionar con los trabajadores de la Salud Mental, las causales de la soledad, de los trastornos de ansiedad, las inadaptaciones sociales, los miedos, inseguridades y la crisis de identidad. La epigenética explica esas modificaciones del ADN y de las lecturas cerebrales modificadas por los estímulos externos que cambian la química cerebral y alteran el estado de conciencia.
Los suicidios tienen una explicación dentro de esos estresores psicosociales, dentro de esa nueva filosofía de vida y de esa nueva conquista de confusión y desvaloración de las “personas de cristal”.
Para la generación de cristal y posmoderna, la buena vida hay que conquistarla con prisa, debido a que es corta, tiene caducidad, es intransferible, y está para ser vivida por el placer, para el placer y morir por el placer.
El suicidio y los problemas de salud mental, son respuestas de contenido biológico, químico, social, genético, ambiental y socio-cultural, donde el ser humano pierde la capacidad para discriminar los riesgos y las consecuencias. En cualquier tipo de sociedad no “sobreviven los más fuertes, sino los que mejores se adaptan” predicen la resiliencia. Hay que fortalecer el espíritu y asumir los valores para entenderse con la vida.