En estos días próximos a la Navidad escucharemos a menudo un villancico que dice: “Alabemos todos/ al niño Jesús,/ que nació en Belén/ y murió en la cruz”. En el pueblo de Belén está la Iglesia de la Natividad, convertida en fortaleza en la época de las cruzadas; allí San Jerónimo tradujo la Biblia al latín. A partir de esa traducción, conocida como “la vulgata”, se hicieron las versiones de los dos testamentos a las lenguas modernas. Según la tradición, la iglesia está levantada sobre el pesebre en que fue amamantado Jesús. Se dice que, realmente, Jesús nació en una cueva cercana y luego trasladado al pesebre. La Iglesia de la Natividad cubre ambos lugares.
Popes de la Iglesia Ortodoxa regentean la parte correspondiente a la cueva; sacerdotes católicos administran la porción donde hubo el pesebre. La puerta de la gruta está negra de hollín, a causa de los incendios que las velas provocan en las cortinas que cubren la entrada. Cristianos son los unos y los otros, pero cada grupo defiende activamente su puesto y su misión religiosa. El niño nació mientras se practicaba en Israel un empadronamiento por orden del tetrarca de Jerusalén, Herodes el Grande. Es razonable pensar que el niño fuese escondido en la cueva y, a los pocos días, trasladado el pesebre.
En esta iglesia exhiben orgullosamente la celda de San Jerónimo, donde él trabajó con los textos hebreos del Antiguo Testamento y con los escritos en griego de los apóstoles de Cristo. Se dice que San Jerónimo aprendía lenguas extranjeras con gran facilidad; que sentía amor desmesurado por la lengua latina. Dio un orden a los salmos, ligeramente distinto del ordenamiento canónico tradicional. Se le atribuye haber dicho: “De las amargas semillas de la literatura, he cosechado dulces frutos”.
A los turistas que llegan a Belén se les ofrece en venta agua del Jordán, empacada en frascos pequeños, como si fuese agua de colonia Imperial de Guerlain. Las aguas del río donde Jesús fue bautizado son consideradas “souvenirs” purificadores, al mismo tiempo recuerdos de viaje y objetos religiosos. En tiempos de Juan el Bautista a nadie se le hubiese ocurrido la idea de vender botellas diminutas de agua del Jordán.