¿Le dirá algo San Agustín a los buenos dominicanos?

<p>¿Le dirá algo San Agustín a los buenos dominicanos?</p>

POR MIGUEL D. MENA
Pienso en esa inflación de las palabras y la manera en que muchas de ellas se nos atragantan en el sentido común, y tengo que recordar un cuento de René del Risco, «Lapsus», donde se trata la manera en que un letrero va persiguiendo y anonadando al sujeto.

Hay palabras con las que uno nace y se socializa. Un día uno se da cuenta de lo peligroso de las mismas y entonces hay que buscar alternativas.

El orgullo es una de ellas. Al buscar en el diccionario, la misma sólo tiene sinónimos negativos: jactancia, presunción, vanidad.

Uno está orgullo de algo porque ese algo es el resultado de un esfuerzo, sacrificio, siendo algo bien especial. Yo estoy orgulloso de mis hijos porque se destacan, de mi empresa porque da rendimientos, de mi familia porque es unida y firme.

Cuando este concepto se extrapola del ámbito más cercano al nacional o regional, entonces comienzan a aflorar los riesgos.

En las fiestas neonazis en Alemania uno de los letreros más frecuentes y llamativos en las camisetas es el de «estoy orgullo de ser alemán».

Se entiende que no es lo mismo el orgullo en Alemania que en la Polinesia, porque el orgullo en este caso vive de un pasado, de una historia, de unos años de tragedia y terror, del que poco a poco se van curando, y no sólo los alemanes, porque en verdad que el racismo parece ser una enfermedad universal.

La crítica a las diversas tonalidades del orgullo tuvo uno de sus grandes arranques con la Biblia y en San Agustín de Hipona  (354-430) a uno de sus más significativos representantes. Su obra magna, De Civitate Dei contra paganos  (La ciudad de Dios, 412-426), sigue siendo un referente obligatorio a la hora de pensar el ser, el sujeto y sus mediaciones históricas..

Lo que cuestiona San Agustín no es un simple descuido a la hora de considerarse y ponerse en escena en el medio. El orgullo no es sólo una pequeñez o un mal menor, sino ese vacío que permite –digámoslo muy en la onda taoísta-, utilizar todo un andamiaje de ocultamiento y falsedades en torno al ser y su entorno.

El orgullo es una magnificación. No vive de un solo instante, sino que requiere expresarse, consolidarse y determinar aquello que es el yo o lo dominante, y que muchas veces no tiene nada que ver con el sujeto común, salvo la intención de dominar y dominarle.

La ciudad de Dios de San Agustín tiene mucho que decirnos.  Al contemplar la manera en que lo funeral pretende darnos vida y tener ahí dos gigantescas e innecesarias obras de la modernidad dominicana –la construcción del nuevo Altar de la Patria en 1974 y el Faro a Colón en 1992-, tengo que buscar aquél texto.

Abro mi edición de Editorial Porrúa, comprada hace años en la vieja Librería Dominicana.  Voy al capítulo XVI, a su acápite 28, y leo:

«Así que dos amores fundaron dos ciudades: es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y la gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos sois mi gloria y el que ensalzáis mis cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad…» (p. 331)

Los paradigmas discutidos entonces han sido los mismos durante más de mil quinientos años.

¿Para qué y para quienes construir? ¿No es el hacer una expresión del ser?

Renacentistas, ilustrados, iluminados, barrocos, modernistas, enciclopedistas, ilustrados, todos se han nutrido de una discusión que deviene en alud dentro de esta debacle que es la postmodernidad.

Es posible leer a San Agustín no sólo a partir de sus postulados de re-evangelizar al sujeto urbano, sino también tomando en cuenta su crítica a un hacer que privilegia lo monumental a costa de suprimir el tamaño natural de la persona.

El orgullo no es solamente una actitud personal. Cuando se convierte en razón de Estado, el orgullo trae aparejada la necesidad de materializarse, de hacerse visible, de situar sus mitos de dominación. No solamente se podría hablar, como lo hicimos, del Altar de la Patria y del Faro a Colón. También esa necesidad de eternizar un momento de gloria –o un orgullo nacional- puede ser el llamar Félix Sánchez al Estadio Olímpico, y así por el estilo.

Toda comunidad se asienta en un espacio común, compartiendo emociones similares, articulándose alrededor de vivencias, mitos, donde lo real tiene tanto peso como lo simbólico o lo imaginario.

Reconocer el pasado que nos sustenta no debe implicar el suponerlo como realizado por seres mitológicos, ni que nosotros, mucho menos, tengamos que reciprocarlo.

El orgullo, como el miedo, también son parte de una lógica capitalista. Ambos producen, generan, materializan, son combustible para una maquinaria insaciable. Conducen a una ciudad llena de estatuas y espectáculos más parecidos a los festivales griegos que a los de la ciudad secular el siglo XXI, en el que estamos.

En medio de toda esta parafernalia y alfombras rojas, de premiaciones y homenajes, están los yoleros saliendo de Miches y los dominicanos sudando en Nueva York y los informes de las agencias internacionales golpeándonos por nuestros índices de esto y de lo otro.

San Agustín tiene mucho que hacer entre los dominicanos. Cuando veo que la lectura favorita de nuestros críticos sociales es «El Príncipe» de Nicolás Maquiavelo, me pregunto si no sería bueno que también leyeran «La ciudad de Dios».

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