Primero la descalificación y el insulto, el agravio multiplicado con el respaldo militante del eco mediático. Portavoces del discurso redentor repetían las consecuencias del sí y la maldad del no. De nuevo el asomo del hombre puro y esos senadores dueños de las pesadas tablas de la ley. Como Moisés, atentos a una voz que no es la de Dios, pero parecida y cercana.
Algunos, convertidos en juristas de ocasión, mezclaban ideas, arengas y amenazas. Intentaban explicar el espíritu de un articulado farragoso, tan farragoso como la oralidad de las ofensas para quien se atrevía a disentir.
Todo estuvo permitido porque los deseos tenían que ser satisfechos. Entre las presiones de afuera y las promesas del ejecutivo, la fementida decencia atravesaba la razón jurídica atropellando el contenido de la Carta Magna. Tenían que mostrar músculo político, influencia. La condición de advenedizo y oportunista, obliga al alarde de fidelidad y genuflexión. Las veletas no saben controlar el viento, se mueven a compás del soplo.
El derecho comparado fue utilizado para el trastrueque y también se sumó el respaldo de los cívicos, siempre tan diligentes como invulnerables. Intérpretes de los designios del protectorado, ocuparon sus tribunas habituales para explicar con galimatías y retruécanos la diferencia entre retroactividad y retrospectividad.
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Los acólitos repetían el abc de la manipulación, sin convicción, pero con entusiasmo. El presidente, quiere ser recordado como un reformador y tenía urgencia, la promulgación de la ley de extinción de dominio era promesa y debía cumplirse. Compromiso ratificado durante la celebración de la independencia de EUA. En los recintos del primer poder del estado retumbaba aquello de “sí o sí” proferido por el ministro Administrativo de la Presidencia, como un “yes” impostergable.
Después de las insinuaciones, equívocos y falsedades, tan frecuentes como despectivas. Luego de la invectiva que negaba el origen del proyecto y pretendía reescribir conceptos constitucionales con la cacofonía de la vileza, vino el milagro. Y en la Cámara de Diputados primó la experiencia, la sagacidad y el tino político tan escaso entre el intrusismo partidista.
Desaparecieron los “cárteles constitucionalistas”, esa entidad imaginada por un vergonzoso arribismo otoñal. Se esfumó de la agenda ese lamentable lance verbal, divulgado sin reparo ni respeto, contra antiguos cofrades. Quedará como daño colateral para validar una encubridora, veleidosa y codiciosa curul.
Hubo un tránsito desde la cacofonía ética hasta la armonía coyuntural, sin necesidad de injuria. Hay ley de extinción de dominio y en la algarabía se percibe la marrulla. Todos conocen la ruta que seguirá el texto, pero ninguno quiere deslucir la fiesta menos impedir la inclusión en la Colección de Leyes de otra más, con rúbrica del Cambio.
Legiferar es la variante legal del populismo punitivo. Proponer y promulgar leyes para satisfacción de la plaza pública sirve para asentar caprichos en la Gaceta. En archivo esperan más proyectos que provocarán revuelos similares.
Los títulos identifican a los mandatarios, acercan a la esencia ficticia de sus gestiones. Ocurrió con “El Pacificador”, “El Benefactor”. Para consagrar al “reformador” deben aunarse ficción y realidad, porque legiferar no es reformar.