En la República Dominicana siempre es tiempo de campaña electoral. Ahora que fue oficialmente iniciada, los candidatos inundan todos los espacios posibles con rostros sonrientes, incumplibles promesas y absoluto desprecio por la tranquilidad ciudadana.
El desempleo y la necesidad han generado oficios y servicios muy demandados por el proselitismo vacío: vocingleros que fungen de activistas entusiastas en mítines, marchas y paradas; interactivos cuya función es llamar a programas de radio y televisión para promover sus candidatos; influenciadores de Facebook, YouTube, Instagram, TikTok, Snapchat, Pinterest, WhatsApp y Messenger; distribuidores de volantes, pintores de letreros, colocadores de afiches y encargados de perifoneo. Destacan por su descaro comunicadores que alquilan sus comentarios en vivo o por escrito, empresarios que subcontratan público, compañías que venden encuestas y sondeos, opinadores pagados, compradores de votos, sonsacadores y difamadores a sueldo.
Anuncios formales y espacios contratados en medios de comunicación y en Internet, creación de imagen, grabaciones musicales y conciertos en vivo en tarimas y carrozas contribuyen a una activación económica que hace que las campañas electorales parezcan ferias macondianas.
Las campañas implican un enorme gasto que paga el pueblo con su trabajo y sus impuestos. Bullanguería y festín carentes de contenido que dejarán, irremisiblemente, una resaca y un dolor de cabeza cada vez mayores y gobernantes y legisladores cada vez peores. El pueblo dominicano no merece los políticos que sufre.