Decidí presentarme en un tribunal penal para dar la cara por la familia de una mujer vilmente asesinada por su pareja de más de 15 años. La tragedia de un homicidio no tiene comparación; la mezcla de dolor, impotencia, deseo de venganza y todos los sentimientos que brotan de la familia de un ser humano arrancado por una muerte cruel son indescriptibles.
El sufrimiento y el drama de los huérfanos, la madre y los hermanos no se disipan con las lágrimas derramadas, la compasión de quienes acuden a dar el pésame ni las oraciones por el alma de la víctima.
Hay que ponerse en la piel de los hijos y de una madre que han perdido a una hija para poder transmitir lo que realmente se siente.
Puede leer: Cuidado con la privatización del sol
La vida, de por sí, es un drama, al igual que lo es estar en un tribunal penal, donde se debe mantener la cordura porque se va a juzgar al victimario. Alguien que ha arrebatado la vida a otra persona que merecía seguir viviendo debe pagar con su libertad el precio de su acto criminal.
En este caso particular, no hace falta indagar mucho, pues los feminicidios casi siempre presentan el mismo perfil, y la pena por homicidio está claramente definida en los códigos nacionales.
En esta reflexión no pretendo abordar el crimen en sí, pero al entrar al tribunal y ver a los reos, todos acusados de haber cometido algún asesinato, culpables o no, recordé la novela Los Miserables, que describe la pobreza y la injusticia en la Francia posterior a su Revolución.
En el tribunal de la zona oeste de la capital, las condiciones de trabajo son muy precarias, indignas, podría decirse. Es evidente la necesidad de construir un “palacio de justicia”. El espacio es muy pequeño y es compartido por abogados, familiares de las partes en conflicto, lo que constituye un peligro potencial.
Los privados de libertad —los presos— deberían contar con un protocolo para cuando son llevados a los tribunales, de modo que se distingan de las personas presentes. Actualmente, van vestidos tal como están en la cárcel: pantalones cortos, camisetas, algunas hasta rotas, y en chancletas, solo las esposas que llevan los distingue; en fin, no pueden exhibir más indignidad.
Siempre ha sido así en este país, pero en otros lugares, los reos tienen uniformes. Incluso en la súper cárcel que construyó el presidente Bukele para miembros de Las Maras, privados de libertad cuentan con uniformes.
Esta experiencia me ha llevado a reflexionar sobre el valor de dos derechos fundamentales: el derecho a la vida y a la libertad. Es esencial que, desde las familias, las escuelas y todos los espacios, se comprenda que la vida es sagrada y debe ser respetada, y que la libertad es el único bien que poseemos; cuando carecemos de ella, lo hemos perdido todo.
El objetivo de Víctor Hugo en Los Miserables era, entre otras cosas, que desapareciera la pena de muerte y el espectáculo público de las ejecuciones. Nuestro sistema carcelario debe mostrar cierto nivel de mejoría, pero sobre todo debe esforzarse para que haya menos cárceles, como en Japón o Noruega, lo cual implica trabajar en la educación para que no haya delincuentes. Puede parecer simple, pero es un objetivo necesario para el desarrollo humano.
Impartir justicia es un acto muy serio y donde se realiza debería estar revestido de la mayor dignidad.