Por Rafael Heredia
La creación de normas dentro de un Estado es una facultad que se encuentra atribuida por excelencia al Poder Legislativo, sin embargo, la Administración Pública por medio de su potestad reglamentaria incorpora regulaciones y normas al ordenamiento jurídico dominicano, que tienen la capacidad de vincular no solo a la propia Administración, sino también a los administrados. Ahora bien, la Administración Pública no es un representante de la sociedad, sino que es una organización al servicio de esta y, por consiguiente, un reglamento, que es la mejor forma de expresar su potestad normativa, no puede presentarse como una voluntad indirecta del soberano.
A pesar de lo anterior, hoy en día resulta evidente que en la mayoría de los Estados de Derecho de corte europeo-continental se produce una intervención normativa cada vez mayor del Poder Ejecutivo, siendo la consagración de la potestad reglamentaria uno de los factores que más ha contribuido a este hecho. En la actualidad, se ha hecho imprescindible la colaboración entre Gobierno y la Administración en la regulación del entramado social, hasta el punto de que se asimila al Ejecutivo como un legislador que complementa las disposiciones legales, y que en ciertas ocasiones llega inclusive a sustituirle.
Sin embargo, la potestad reglamentaria de la Administración Pública no constituye un poder absoluto, sino que, por el contrario, la misma se encuentra sujeta a una serie de limitaciones que debe obedecer a pena de invalidez. Estas restricciones pueden ser de dos tipos: formales y materiales. Las primeras corresponden al procedimiento requerido para ejercer la potestad reglamentaria, como consecuencia del principio de legalidad o juridicidad. Las segundas corresponden al conjunto de principios que forman parte fundamental del Estado, los cuales no deben ser inobservados por quien ostenta dicho poder en el entendido de que, estos principios forman parte del ordenamiento jurídico y por lo tanto vinculan a quien ejerce el poder reglamentario.
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En ese sentido, la Administración Pública no puede sustituir al legislador al asumir su vasto rol normativo, ni coartar los derechos de las personas, debido a que esta posee un carácter secundario y, por consiguiente, no puede presentarse como un medio de regulación que entre en contradicción con las disposiciones de rango superior.
Es así, como la naturaleza de la potestad reglamentaria tiene por finalidad hacer factible la ejecución de las leyes, a través de la precisión de las normas contenidas en ellas, sin contrariar o alterar su contenido esencial. Es por ello, que el reglamento ocupa una posición secundaria, sub-legal y complementaria dentro del ordenamiento jurídico respecto a la ley.
Conviene destacar que, el principio de separación de poderes constituye el medio idóneo para que las funciones estatales sean desarrolladas por aquellos organismos o entes más a fines con la actividad que se ha de realizar. Esto supone, que el ejercicio de la potestad normativa del Estado sea controlado de manera que pueda garantizar las prerrogativas de las que gozan los particulares, toda vez que esta facultad es ejercida excepcionalmente por otras ramas del poder, y de manera complementaria por el Poder Ejecutivo.
De esta manera, se infiere que la facultad reglamentaria es concebida materialmente como una colaboración armónica entre la denominación clásica de los Poderes Ejecutivo y Legislativo. Tal colaboración obedece, como se ha manifestado con anterioridad, a la imposibilidad sustancial en que se encuentra el legislador de regular todas las materias en detalle, obligando a que, por medio de otras autoridades administrativas, se consolide la facultad de configuración normativa.
En tal sentido, la delegación legislativa permite que el reglamento entre a regular aspectos que en principio le están prohibido de regular a la Administración. Por consiguiente, la actividad reglamentaria como fuente de derecho limitada, no pude sustituir la actividad legislativa que le compete al Congreso de la República, debido a que estaría desconociendo la primacía de la Constitución y de lo que allí se establece como actividad legislativa.