‘’Con los años, todo poeta lírico, cargado de vida contradictoria, de emociones complejas, tiende a poeta dramático’’. Esta frase de Henríquez Ureña aparece en su comentario a la edición de Ifigenia Cruel, al saludar el reconocimiento que el público había dispensado al autor, su amigo Alfonso Reyes. En el caso del escritor dominicano sería El nacimiento de Dionisos, la única pieza de ficción para teatro que publicó a lo largo de su vida: un ensayo de tragedia griega con la entrada propia del coro, episodios y estasimas.
Por: Bienvenida Polanco Díaz
Su obra de teorización sobre dramaturgia fue, en cambio, abundante, y centrada en los grandes clásicos de distintas épocas.
El nacimiento de Dionisos se forjó en Nueva York y salió a la luz en 1909 incluida en la Revista Moderna de México. El autor contaba veinticinco años y su época de poeta lírico quedaba atrás, puesto que después de 1905 cultivó muy poco el género intimista y comenzaría a publicar su erudito estilo discursivo por el que es mundialmente reconocido. La dificultad de emplear metros castellanos que sugirieran las formas poéticas de los griegos le empujó a usar prosa como bien advierte en su «Justificación» de la obra. En Santo Domingo la pieza fue publicada más tarde, en 1916.
Respecto a estudios de Teoría de la Dramaturgia, brilló, como era de esperarse, la pluma naturalmente docta de Henríquez Ureña al abordar diferentes temas y autores de la literatura dramática universal.
La teoría dramática y los clásicos
La sección de la BVC, Biblioteca Virtual del Instituto Cervantes dedicada a Pedro Henríquez Ureña -1884, 1946- incluye en el espacio de la ‘Bibliografía’ las referencias de una larga serie de estudios sobre los clásicos grecolatinos. Casi todos son presentaciones y prólogos. Destaca el ensayo encabezando las ‘Tragedias de Esquilo’ de la Editorial Losada de Barcelona -empresa para la que preparó varios cuidados de edicion-, y muy en particular los análisis en torno a Homero; sus ‘Himnos’- la ‘Batracomiomaquia’-; La ’Ilíada’ y La ‘Odisea’, todas en magníficas ediciones a su cuidado.
Con la misma erudición y maestría abordó a los barrocos del Siglo de Oro español, y a los neoclásicos franceses. Algunos de sus estudios continúan sin ser aún superados: “Esplendor, eclipse y resurgimiento de Lope de Vega”, publicado originalmente en la revista ‘Brújula’, San Juan de Puerto Rico. vol. II, números 5 y 6 de marzo, 1936; ‘Teatro de la América Española en la época colonial’, parte de la conocida edición del Instituto Nacional de Estudios de Teatro, Buenos Aires, 1936; así como el detallado estudio preliminar a ‘Molière: Tartufo o El impostor’ -Prólogo de Pedro Henríquez Ureña’, Editorial Losada, Barcelona y Buenos Aires.
Del ‘Tartufo’ de Moliere, poseo una reedición de Losada de 1988 en traducción de Gómez de la Serna que hace mención de otras muchas anteriores a ese año; varían de traductor pero manteniendo la introducción del ensayista dominicano.
En su libro ‘Plenitud de España: estudios de historia de la cultura’ publicado en 1940 -Editorial Losada, Buenos Aires y Madrid- se incluyeron los estudios “Las tragedias populares de Lope’’, “Tirso de Molina’’, “Calderón’’. En este punto debo destacar que la Biblioteca Nacional en Santo Domingo –que lleva su nombre- custodia ejemplares de varias ediciones incluida la edición príncipe de 1940; se puede consultar digitalizada por Michigan University, 2005.
Entre 1908 y 1909 la Revista Moderna de México -1903, 1911 sucesora de la ‘Revista Moderna’- publicó de Walter Pater ‘Estudios griegos’ en traducción de Pedro Henríquez Ureña. Se trataba de una obra póstuma del escritor inglés -1839,1894- la que a partir de entonces se constituyó en una de las lecturas colectivas del Ateneo de México. La traducción abonó de manera importante el ambiente intelectual de la Revolución mexicana que habría de estallar poco después, en 1910.
Del conjunto de aquellos ensayos, uno de los más estudiados ha sido «La moda griega», publicado en la Revista Moderna de México en febrero de 1909, pp. 259-69; poco después se publicaría en ‘La Cuna de América’ de Santo Domingo; en ‘Horas de estudio’ –París, Ollendorf, 1910-; y posteriormente en Las Novedades -New York, 16 de diciembre de 1915-. En este escrito habla de sus lecturas recientes y su afiliación a la literatura balcánica, particularmente la de Noruega, patria del dramaturgo Henrik Ibsen de cuya obra se declara lector asiduo.
Jornadas de clasicismo en NY, 1908-1910
Hacia 1908 Henríquez Ureña compartíó en Nueva york -donde entonces estudiaba- con un grupo de escritores hispanoamericanos –Alfonso Reyes, Antonio Caso… – una etapa de tertulias y estudios concentrados en la Grecia clásica. Rememoraban la influencia de Nietzsche con su teoría sobre lo apolíneo y lo dionisíaco vertida en El nacimiento de la tragedia; los estudios del helenista Ulrich Wilamowitz; las versiones inglesas de Gilbert Murray de las tragedias griegas; y los estudios sobre mito y rito de Jane Harrison. Los estudios sobre los clásicos grecolatinos fue el producto de aquel ciclo. Luego la Revolución mexicana de 1910 dispersó el grupo.
Es importante vincular este periodo y el inmediato posterior con la proyección de Henríquez Ureña como Humanista de América. En octubre de 1909 fundó en México el Ateneo de la Juventud –después ‘Ateneo de México’- junto a Caso Andrade y José Vasconcelos Calderón, entre otros intelectuales. Leían y discutían a los clásicos griegos -Homero, Platón, Esquilo, Sófocles…- a fin de formular reflexiones sobre la literatura y la filosofía universales, y de llevar a cabo una importante labor de formación humanística.
De gran relevancia fueron las críticas que hicieron al positivismo y al desarrollo que tuvo en México durante el Porfiriato, paralelas al ciclo revolucionario de aquel país. Mediante una serie de conferencias y diversos esfuerzos culturales, los ateneístas activaron una nueva conciencia reflexiva en torno a la educación. Con más de cien miembros, el Ateneo sobrevivió hasta 1914.
Del Parnasianismo a un Modernismo tardío
La vuelta a los valores de la antigüedad clásica formaban parte lógica de aquella búsqueda del equilibrio clásico del que se habían alejado los artistas en los estertores del Realismo Naturalista, tan fuertemente arraigado en las teorías del Positivismo.
Llevado a extremos, el determinismo positivista no solo dio lugar a las formas más crudas del Naturalismo y del Criollismo, sino a la absoluta negación de las proporciones en fondo y forma de la gran literatura. Surgió entonces el Parnasianismo, en la última mitad de la centuria decimonónica, conducido por Leconte De Lisle y bajo la búsqueda de la armonía perdida, se redescubrió, una vez más, en los clásicos grecolatinos.
El producto denominado ‘Modernismo’ fue fruto directo del Simbolismo francés. Y ambos a su vez se desprendieron de la escuela parnasiana de De Lisle. Aquel conjunto de referentes clásicos tendría larga vida, extendiéndose hasta bien entrada la mitad del siglo XX en franca beligerancia frente al espíritu ácrata de las Vanguardias. En Santo Domingo, debido a las restricciones del régimen dictatorial, se manifestaría un ‘Modernismo Tardío’ –determinado por la evasión y el preciosismo-, de 1930 al 1961, y aun después extendido hasta El rey Clinejas, de Manuel Rueda, con su respeto a las tres unidades dramáticas de tiempo, acción y lugar, base estructural de la dramaturgia grecolatina clásica.
La cultura de las Humanidades
Hacia 1908 el Parnasianismo había dado paso a nuevas tipologías. La proliferación en Europa de las disciplinas en torno al mundo grecorromano creó una especie de nuevo paganismo cultural alimentado por el perdurable Positivismo. Teorías como las de ‘La rama dorada’, del inglés James Frazer, desarrollaron una tendencia a buscar la explicación de los hechos en las culturas de la antigüedad -como los orígenes del teatro en los rituales de los cultos agrarios.
Fue este peligroso panorama lo que Henríquez Ureña y sus compañeros enfrentaron en México. Se dedicaron a estudiar y proclamar la mejor parte de los modelos de la antigüedad grecolatina, y su gran legado a la posteridad: la armonía, y la libertad en la armonía.
Y nuestro ensayista lo expondría maravillosamente en su famosa disertación de 1914 ‘La cultura de las Humanidades’. Refiriéndose a las orientales -arias, semíticas, mongólicas…- dirá: ‘’Todas estas civilizaciones tuvieron como propósito final la estabilidad, no el progreso; la quietud perpetua de la organización social, no la perpetua inquietud de la innovación y la reforma. Cuando alimentaron esperanzas, como la mesiánica de los hebreos, corno la victoria de Ahura-Mazda para los persas, las pusieron fuera del alcance del esfuerzo humano: su realización sería obra de las leyes o las voluntades más altas’’.
“El pueblo griego introduce en el mundo la inquietud del progreso. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin tregua; no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías, las cuales, no lo olvidemos, pedían su realización al esfuerzo humano. Es el griego el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Funda el pensamiento libre y la investigación sistemática. Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen, y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía ni la ciencia, que ciertamente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica. El conocimiento del antiguo espíritu griego es para el nuestro moderna fuente de fortaleza. No hay ambiente más lleno de estímulo (…)’’.