Literatura. La gracia del escritor

Literatura. La gracia del escritor

Este tema  lo tomé de una amena conversación una noche de vino, con Pedro Delgado Malagón, quien dijo que un escritor sin gracia no es escritor.

(A Pedritín Delgado Malagón)

La medida de un escritor es la gracia; también es su don mayor. Un autor sin gracia no merece llamarse como tal sino un artesano, no un estilista de la lengua. Si usa una fórmula, en lugar de una forma expresiva, corre el riesgo de que la misma se trague su modo en el decir. Un escritor sin gracia es, pues, por así decirlo, un desgraciado de la palabra, un desheredado de la fortuna del buen decir. Si emplea una fórmula maniquea de escritura está condenado a la trampa de su voluntad de estilo, que siempre ha de ser el ideal. Un escritor nunca alcanza su estilo, pues este es una búsqueda constante. Si lo alcanza, muere, ya que el estilo no es una meta sino un puente. “El estilo es biología”, ya lo dijo Roland Barthes, quien le dio preeminencia a la estructura, antes que a la forma. “El estilo es el hombre”, dijo Buffón, cuando quiso mostrar que el estilo es la medida del hombre o que el hombre se puede conocer por su estilo, de suerte que este debe escribir como habla y hablar como escribe. Cosa difícil, en tanto que la lógica de la sintaxis en el código oral es muy flexible frente al código escrito. Quien pretenda hablar como escribe termina escribiendo como habla. El desafío del escritor no es el sonido sino la página en blanco; la palabra escrita antes que la oral. En síntesis, el ideal de la conversación es alcanzar la escritura.

El diálogo es la forma de la sabiduría, pero las palabras que brotan de sus entrañas se las lleva el viento, a menos que haya creado un discipulado como Budas, que encarnó en los budistas; Jesucristo, en los apóstoles y cristianos, y Sócrates, en Platón, quienes les sirvieron de difusores de sus enseñanzas. Los grandes sabios han sido orales. Pero los escritores no anhelan la oralidad sino la escritura. El pensamiento se materializa en estilo, en forma teórica, cuando las ideas se vehiculan a través de la expresión concreta de la lengua.

Si la gracia del escritor es el uso de la palabra en movimiento, su desgracia es la disfuncionalidad de su prosa, que opera en una maniquea tensión. Toda palabra aspira al absoluto de la forma; todo estilo, a la eternidad de la prosa del mundo. Jorge Luis Borges fue un mago de las ideas y Octavio Paz un mago del estilo, con lo que se colige que todo escritor trasciende la eternidad literaria cuando alcanza la magia de la forma, o, lo que es igual, la gracia del estilo. Quien dice autor dice estilo. Cada escritor impone el suyo, que es lo mismo que decir, una impronta seductora de escritor, de emisor de signos. Lo que Barthes llama “coquetería” del estilo reside en los “textos de goce”, aquellos que seducen, imantan al lector y atrapan el placer de la recepción, a lo que él mismo llama “textos de placer”. Si la claridad es la cortesía del escritor -como decía Ortega y Gasset-, la oscuridad es la descortesía. Claridad y gracia son, en efecto, dones intrínsecos a la condición del autor que aspira a la consagración del instante creador. Así pues, la gracia le confiere al autor el don de la magia estilística, en una sintaxis y una prosodia que se transfiguran en la invención de un mundo de palabras edificadas con el talento creador, la imaginación conceptual y la fantasía en movimiento del estilo.

Este tema lo tomé de una amena conversación una noche de vino, con Pedro Delgado Malagón, quien dijo que un escritor sin gracia no es escritor. Ese juicio tajante es consustancial a este hombre de ideal renacentista del parnaso criollo, cuya proverbial cultura enciclopédica nos deslumbra y conmueve, seduce e intimida. Lo dice un intelectual de grácil pluma y frases lapidarias, de mente creadora e iluminadora, que reverbera de música, pasión y magia. Filosofía y arte, cultura y música, historia y arquitectura revolotean en sus elucubraciones fantásticas y reflexiones intelectuales, que practica con el don de su conversación galante y con sus artículos semanales de opinión. Oírlo es una fiesta del intelecto y la cultura, una celebración de la memoria y de la lectura. Su voz es la encarnación epifaníaca del intelectual arquetípico y tajante en sus juicios.

Cuando Flaubert inventó el mod just, quería poner a competir la prosa con el verso, y de ahí que cuando escribía, repetía una y mil veces la misma página, buscando ese modo justo de decir las cosas, de contar y describir. Él decía que ese modo justo existe y que hay que perseguirlo. Lo hizo en el momento en que el verso -que tenía una milenaria tradición histórica- ejercía un imperio sobre los demás géneros literarios. Tenía el hábito de leer en voz alta lo leído para oírse escribir, para oír la melodía buscada con la frase justa, feliz. Buscaba pues la gracia. Estaba convencido de que sin gracia no hay estilo, ni autor, ni obra. Como la historia de la literatura era la historia del verso (teatro, epopeya, poesía), había que darle dignidad a la prosa con la novela o el cuento. Flaubert fue un escritor que persiguió la claridad expresiva de la prosa realista, sin caer en la voluptuosidad y la exuberancia de Balzac. Son dos autores realistas, pero con concepciones de la novela, la escritura y el estilo, diametralmente opuestas: bosque y transparencia, claridad y ampulosidad.

Todo poeta ha de aspirar a la prosa y todo narrador al verso. “¡Ay del poeta que no se mude a la prosa”!, exclamó José Vasconcelos, al referirse a Octavio Paz, cuando el poeta publicó su primer libro de ensayo El laberinto de la soledad. Paz es justamente el arquetipo del poeta que se pasa a la prosa ensayística, con maestría estilística, magia expresiva y aliento poético, sin abandonar el pensamiento y la argumentación. Su impronta como estilista de la lengua, que puso a la prosa a cantar y la forma a poetizar, sirvió de referente a sus admiradores como poeta. Paz le insufló poesía al pensamiento y pensamiento a la palabra. Ejemplar fusión: poesía y pensamiento se matrimoniaron en una feliz conjunción expresiva en su prosa. El Nobel mexicano es el modelo del poeta-pensador que se muda a la prosa de imaginación en sus ensayos, no sin proverbial ejemplaridad de estilo, y sin desentenderse de la claridad expositiva y la lucidez argumentativa. Se pasó al ensayo cuando un día “rompió” a reflexionar sobre el poema y el oficio poético, es decir, a crear una poética de su escritura. Reivindicó así el legado de Ortega, del pensador agudo, lúcido, pero claro, y les dio una lección de estilo a los franceses, que siempre han tenido el aura de la elegancia estilística, la comunicación con Dios y el don iluminador de las ideas. Acaso Paz pensó en francés y escribió en español, de lo que también se la acusa a Rubén Darío. ¿Cabría decir que Paz pensó en la lengua de René Descartes y escribió en la lengua de Cervantes? De la misma herejía padeció Ortega cuando se dijo que éste pensó en alemán y escribió en español.

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