Por Pablo Policzer
El 11 de septiembre es el día más sagrado para algunos sectores de la izquierda chilena, una fecha que trasciende lo político para adquirir una dimensión casi religiosa. La conmemoración del golpe de Estado de 1973 evidencia que, más que un simple recuerdo histórico, esta fecha representa una verdadera liturgia donde se rinde homenaje a mártires y santos de una narrativa que ha consolidado una visión muy dolorosa de la historia reciente de Chile.
Como en toda religión, la liturgia del 11 de septiembre tiene sus símbolos sagrados. Las víctimas de las atrocidades de la dictadura ocupan un lugar comparable al de los santos en el cristianismo: figuras que encarnan la pureza del sacrificio y la lucha por una causa justa. Los desaparecidos, en particular, tienen un lugar de especial reverencia, ya que la imposibilidad de cerrar el duelo mantiene viva la dolorosa herida abierta de su ausencia. Y Salvador Allende es el mártir por excelencia, cuya figura ha sido santificada, un ícono indiscutible del sacrificio personal en defensa de un ideal de construir un país mejor. Al igual que en las ceremonias religiosas, el sufrimiento compartido une a los fieles, quienes se congregan cada año para recordar a los caídos y mantener su memoria presente.
Sacerdocio sin Dios o pecado
Aunque esta liturgia no tiene a Dios en su centro, cuenta con líderes que ofician como sacerdotes. Los oradores, figuras emblemáticas de la izquierda, guían a la comunidad con ferviente convicción en una especie de recital donde las palabras de esperanza y lucha se elevan como plegarias. La victoria del «pueblo unido», que «jamás será vencido», tantas veces entonada, se presenta como una tierra prometida: siempre visible, pero inalcanzable, como el horizonte. O el paraíso cristiano, cuya promesa constante mantiene viva la esperanza.
A diferencia de las religiones tradicionales, esta liturgia carece de un elemento esencial: la culpa. Las religiones monoteístas como el cristianismo, judaísmo e islam también conmemoran trágicos desastres y sufrimientos, pero en ellas el reconocimiento del pecado propio es fundamental para alcanzar la redención. En la liturgia del 11 de septiembre, sin embargo, los pecados pertenecen exclusivamente al enemigo: el fascismo, el imperialismo, la derecha política y los militares opresores. Si bien la autocrítica ha emergido en otros contextos políticos, en la liturgia del 11 de septiembre generalmente no se plantea una reflexión sobre los errores internos que también pudieron contribuir a la tragedia de 1973.
Este vacío en la narrativa es quizás lo más inquietante. El dolor compartido une a la comunidad, pero la falta de reflexión sobre la responsabilidad colectiva limita las posibilidades de superar el trauma. Como alguien que ha crecido en este entorno, me pregunto si esta omisión no nos impide a todos—incluidos quienes compartimos muchos de estos ideales—de hacer un examen honesto sobre nuestro rol en la historia, reconociendo que los errores no solo fueron cometidos por el otro, sino también por nosotros mismos. Sin esta reflexión, seguimos atrapados en un ciclo de dolor y acusación mutua, incapaces de avanzar hacia una verdadera reconciliación nacional, sanación emocional o maduración ética.
Una liturgia en evolución
La liturgia del 11 de septiembre es más que una simple conmemoración política: es un culto que sigue vivo, evolucionando con los tiempos, pero anclado en los mismos pilares de dolor, resistencia y lucha. Si bien ha unido a generaciones en torno a una causa común, incluso de ayuda mutua en los duros retos del exilio, la falta de autocrítica podría convertirla en un culto estancado.
Comparar el 11 de septiembre de 1973 con el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 es revelador en cuanto a cómo ambas derrotas han sido procesadas y recordadas. Ambas fechas representan duros fracasos para la izquierda chilena, pero la diferencia esencial radica en la responsabilidad. La narrativa del golpe de Estado de 1973 permite a la izquierda evitar una autocrítica profunda sobre los errores de gestión, la radicalización y las divisiones internas del gobierno de Allende. El enemigo externo actúa como un escudo que desvía la atención de cualquier responsabilidad interna, consolidando la idea de una lucha justa aplastada por un poder antidemocrático, una narrativa que el culto del 11 de septiembre mantiene viva.
En contraste, la derrota en el plebiscito de 2022 no ofrece un enemigo externo claro sobre el cual descargar la responsabilidad. Fue una decisión democrática tomada por el pueblo chileno, que rechazó claramente una propuesta de Constitución elaborada principalmente por sectores progresistas y de izquierda. Buena parte de la responsabilidad recae en las decisiones políticas propias, y en la desconexión entre la propuesta y las expectativas de una mayoría de votantes. Se desperdició una oportunidad histórica para avanzar hacia un país más justo, dejando intacta la Constitución neoliberal impuesta bajo la dictadura.
El peso del error en la memoria colectiva
Mientras que el 11 de septiembre sigue siendo una fecha cargada de simbolismo por su conexión con el dolor y la violencia del golpe, el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 es una herida más reciente. Por ahora, es una fecha ignorada por la izquierda chilena, cuya significación histórica está aún en desarrollo. Su relevancia dependerá de la disposición para reconocer que fue una derrota causada en buena parte, aunque por cierto no completamente, por errores propios, y no por la imposición de una fuerza externa por sobre la voluntad del “pueblo”. Al contrario, fue el pueblo mismo quien se expresó a través de un plebiscito democrático. La autocrítica es indispensable para que este evento no sea solo una derrota política pasajera, sino un momento de aprendizaje y renovación.
Al final, la pregunta es si el culto del 11 de septiembre puede evolucionar hacia una reflexión nacional auténtica o si permanecerá como un ritual que repite, año tras año, una narrativa inmutable donde la culpa siempre recae en el otro. El error del plebiscito de 2022 lo convierte en una derrota más difícil, pero también en una oportunidad para asumir una lección valiosa si se está dispuesto a enfrentarla con madura robustez y honestidad. Aceptar que el pueblo jamás estuvo unido, como lo demostró el plebiscito de 2022, es un paso duro pero necesario para la redención política y moral. Los pueblos pueden a veces aprender a convivir aún a través y no a pesar de sus diferencias. Lo hacen sin demonizaciones, asumiendo que sus propios errores y falencias los convierten en más, no menos, humanos.
Pablo Policzer es Profesor Asociado de Ciencia Política en la Universidad de Calgary (Canadá). Doctor en Ciencia Política por el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Especializado en política comparada.